La cinta presenta un romance entre una pastora y un soldado chileno herido. A pesar de sus bellos paisajes y una promesa de amor que trasciende barreras, la película se siente forzada por un guion que dirige la historia de manera artificial. La conexión entre los personajes, aunque tierna, no se desarrolla plenamente, y la amenaza de proteger a un enemigo en guerra se percibe de manera superficial.
Por Sebastián Kawashita CRÍTICA / CARTELERA COMERCIAL
Durante la guerra del Pacífico, Margarita (Maribel Baldeón), una joven pastora, se encuentra con Lautaro (Juan Cano): un soldado chileno herido y abandonado a su suerte en el campo. Margarita cuidará de él, mientras que se desarrollarán sentimientos entre ambos.
Rómulo Sulca empieza la película con planos generales de los Andes. Intencionalmente o no, notamos ciertos retazos del género wéstern desde un inicio; la majestuosidad de las montañas, los campos inmensos, el sonido ambiental que nos sumerge en la naturaleza. Todos estos elementos se quiebran cuando Margarita se encuentra con Lautaro; quien pide socorro y ella decide ayudarlo sin titubeo alguno. Hay una predisposición de Margarita por hacer lo correcto, incluso si a quien ayuda se trata del enemigo y las consecuencias que conlleva eso; pero más que una cualidad propia del personaje, pareciera más bien un artificio de guion para dirigir la historia hacia un camino en específico. Y quizás este sea un elemento muy recurrente en Érase una vez en los Andes: la mano del guionista muy evidente (y presente) que mueve la narrativa a su necesidad.
A partir de este detonante, Margarita empieza a cuidar de Lautaro: le lleva comida, le sana sus heridas, le limpia la ropa. Es a través de esta interacción que Margarita y Lautaro logran crear una conexión. Se trata de un recurso que bien puede justificar el florecimiento del amor entre ellos; más no lo consigue sostener durante toda la película. A través de cortas interacciones, ambos intentan romper la barrera del idioma. Lautaro va aprendiendo ciertas palabras en quechua, a la par que lee textos en español a Margarita. Interacción tierna; pero que no llega a trascender más allá de lo anecdótico. Y si bien la película puede hablar sobre el amor como algo que trasciende más allá del idioma; aquí no logramos ver ese concepto del todo materializado.
No todo en la película es color rosa. Los padres de Margarita, pese a apoyarla, son conscientes del peligro que implica mantener al enemigo en guerra. Es una amenaza que, si bien no logramos ver en pantalla, se entiende a través del diálogo entre pobladores: como las noticias que divulgan sobre Andrés Avelino Cáceres, de testimonios sobre la barbarie cometida por el ejército invasor. O de los cadáveres de soldados que yacen esparcidos en el campo. La película nos recuerda constantemente que el accionar de Margarita, por más noble que sea, no está exento de graves consecuencias. Sin embargo, estas advertencias permanecen más como un mero recordatorio que como una verdadera amenaza. Es recién en el tercer acto que el desorden se desata y la historia finaliza instantáneamente.
Érase una vez en los Andes es una propuesta que intenta mostrar una relación que atraviesa las barreras del idioma, la intolerancia y la guerra. Es una historia que en papel es una promesa ingeniosa; pero en ejecución, es un resultado disparejo. El romance de Margarita y Lautaro, dentro de lo trágico y lo puro, no deja de tener es armado artificial que no termina de convencer.
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