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NOTICIA

Abril 23, 2020

Sea con la presencia de un personaje adicto a las películas o un autor que coquetea con la escritura de guiones, la relación que mantiene la literatura con el cine viene desde los inicios de este. Escritores de todo el mundo se han visto seducidos por los encantos del séptimo arte rindiéndose ante sus encantos, dedicándole páginas enteras a esta obsesión. A continuación, les presentamos solo algunos de los casos de esta relación, a propósito del Día del Libro, que se celebra hoy.

Por Giancarlo Cappello

escritores y cine

“La noche pasada estuve en el reino de las sombras. Si supiesen lo extraño que es sentirse en él”. Así dejaba constancia Máximo Gorki de la fascinación que le produjo una de las primeras proyecciones del cinematógrafo en Rusia. El invento de los Lumière le había devuelto azorado, perplejo, como salido de un ensueño perturbador. “No es la vida, sino su sombra –explicaba—. No es el movimiento, sino su espectro silencioso”.

Sus impresiones dan cuenta de cierto hechizo de los sentidos que no terminó de asimilar, pero que otros colegas de tinta y papel frecuentarían para establecer relaciones que fueron fructíferas y para siempre, o tortuosas y de un verano. Estas son solo algunas notas acerca de una vieja atracción.

Los tontos de Rafael Alberti

Yo nací –¡respetadme!– con el cine.

El afán modernista de la Generación del 27 llevó a sus autores a asomarse a distintas artes, igual que se asomaron a las máquinas, el jazz o el psicoanálisis para convertirlos en emblemas de una nueva literatura. De ahí que muchos poetas utilizaran el cine como referente de modernidad. Cine (Fombona), Friso ultraísta. Film (De Torre), Cinematógrafo (Garfias), Far West (Salinas), Sombras blancas (Cernuda), son algunos ejemplos de títulos cómplices.

De entre todos ellos, Rafael Alberti destacó por su declarada pasión por los cómicos del cine mudo, en quienes depositó la esperanza de una “moderna poética del humor”. Ninguno como él se empeñó en capturar la magia de estos “grandes tontos adorables”, como solía llamarlos, para trocar su esencia en obra literaria. En Yo era un tonto y lo que he visto me ha hecho dos tontos (1929), los eleva a la máxima expresión de sus inquietudes personales y de su tiempo. Junto a “el tonto Rafael” marchan Charlot, Harold Lloyd, Harry Langdon, Bebe Daniels, Stan Laurel y Oliver Hardy, pero Buster Keaton asoma claramente como su favorito. En Buster Keaton busca por el bosque a su novia, que es una verdadera vaca toma como referencia la película Go West (1925), donde efectivamente una vaca se convierte en compañera de Keaton. Mientras que en Noticiario de un colegial melancólico pueden entreverse conexiones con College (1927). En ambos casos Rafael se disfraza de Buster para expresar su desconcierto en medio de un mundo que no termina de entender, un mundo donde confluyen la imaginación y la realidad, el asombro y la inadaptación, la miseria, el arrebato de lo onírico, el loco amor, en fin, la ruptura de las leyes naturales y del orden burgués mediante el disparate y el absurdo.

Las comedias del cine mudo sirven también de marco experimental para un nuevo lenguaje por parte de Alberti. Algunos rasgos formales de sus poemas, como el dinamismo, la velocidad, los saltos y los cambios imprevistos en el discurso, la yuxtaposición de imágenes y elementos dispares o divergentes, el montaje por asociaciones y el ordenamiento ilógico, parecen recursos inspirados en el cine de Keaton.

Alberti ensayaría también el guion en sus años de exilio en Argentina. En 1944, junto a María Teresa León, realiza una adaptación cinematográfica de La dama duende, de Calderón de la Barca, dirigida por Luis Saslavsky. Dos años más tarde colaboraría en El gran amor de Bécquer, de Alberto de Zavalía. Y, finalmente, en el cortometraje Pupila al viento (1953), del uruguayo Enrico Grass.

Bertolt Brecht viaja a Hollywood

En 1932 se estrenó en Alemania Kuhle Wampe, codirigida por Slatan Dudow y Bertolt Brecht. Y no habría tenido mayor suceso si uno de los personajes no hubiera preguntado “¿A quién pertenece el mundo?”. La respuesta dejó en claro que nadie más que el pueblo debía gobernar su destino y Hitler, más poderoso que nunca con el Partido Nacional Socialista, se retorció de tal forma en su butaca que un año después Brecht abandonaría Alemania.

El exilio de Brecht lo llevó hasta Estados Unidos, donde esperaba hacerse de un lugar en la industria del cine. Sus teorías le habían otorgado cierto renombre y bien podía escribir guiones como dirigir, componer o producir. Además, había seguido de cerca la energía de Eisenstein, Dovjenko y Pudovkin, de modo que viajó a California cargado de ideas, empeñado en trasladar al cine sus teorías dialécticas.

Brecht tenía un plan iluminador y para concretarlo tentó alianzas con los grandes estudios norteamericanos, que ciertamente rechazaron sus experimentos. Pronto comprendió que Hollywood no era lo más apropiado para sus proyectos porque estaba lleno de hombres de negocios, no de intelectuales. Irónicamente, y muchos años después vino a saberse, por esa época sus ideas fueron consideradas más seriamente de lo que imaginó. En 1993, a propósito de la última desclasificación de legajos referidos a operaciones del FBI durante la Segunda Guerra, se supo que el Departamento del Tesoro había evaluado una campaña que pretendía usar las propuestas reflexivas de Brecht para persuadir al público para que acepte nuevos incrementos en sus aportaciones fiscales, tarea que finalmente recaería en una saga de cortos de la Disney con el Pato Donald a la cabeza.

Después de sugerir el argumento de Hangmen also die (Los verdugos también mueren, 1943) a Fritz Lang, Brecht no volvió a colaborar en ninguna película. Según Norman Bunge y Christine Fischer en My name is Bertolt Brecht: Exile in the USA (1989), el dramaturgo siempre tuvo una idea genial entre manos, pero nunca supo cómo librarse del ocio en las playas de Santa Mónica. Solo hacía a un lado los bostezos de vez en cuando para criticar a los estadounidenses mientras luchaban en Europa.

Brecht terminó su estancia americana en 1947, cuando huyó para no declarar ante el Comité de Actividades Antiamericanas, y se instaló en la República Democrática Alemana. No sirvió de nada que Joris Ivens le pidiese su colaboración para Song of the rivers (1954), porque al final de su vida era un escéptico del cine. Sin embargo, por esos días muchas de sus obras se llevaron a la gran pantalla, incluso hubo directores que filmaron sus ensayos con la Berliner Ensemble, donde aparecía todavía empeñado en la técnica del distanciamiento. Murió en 1956 en el hospital Charité de Berlín, a dos pisos de donde se recuperaba de una fiebre un jovencísimo Rainer Werner Fassbinder.

El proyector y los lápices: (algunos) escritores y el cine

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