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Febrero 19, 2020
Aquel realizador brasilero responsable de crear un mito del cine de culto a nivel mundial, conocido como el perverso José del Ataúd (Zé do Caixão), se llama en realidad José Mojica Marins y ha fallecido el día de hoy. Esta es una revisión de la obra de terror más celebre en la historia del cine latinoamericano.
Por Juan Armesto

Fuente: VICE
José Mojica Marins tenía 83 años. En su vida ha sido cineasta, actor, escritor, presentador de televisión, encarnación del demonio, figura pública, mago y cabeza de una comparsa de samba en el Carnaval de Río. Acá nos ocupamos de su obra cinematográfica, la cual ha trascendido las fronteras de su natal Brasil y lo ha encaminado hacia un Olimpo subterráneo reservado para los realizadores más selectos del bajo presupuesto, aquellos que han hecho de la carencia un estilo para expresar de forma trascendental sus ideas sobre el mundo. En el panteón figuran Jodorowsky, Nakagawa, Corman, Fulci, entre otros.
Llena de inconvenientes, la historia de Mojica Marins revela una perseverancia sin límites. A pesar de gozar de una increíble popularidad en todo Brasil, sus películas siempre se han proyectado en circuitos cerrados y no fue hasta la explosión del video en casete que su obra se volvió conocida en el mundo. Sus fanáticos de todo el globo lo han encumbrado como un director de culto y lo han reconocido internacionalmente como una de las figuras más sobresalientes del cine de explotación de bajo presupuesto.
Su padre llegó a Brasil con las intenciones de ser torero, su madre lo recibió con los brazos abiertos y para mantener a la familia y vivir tranquilos Don Mojica decidió hacerse de un cine y poner a su consorte en la confitería. El pequeño José creció como lo hiciera el pequeño Salvatore en Cinema Paradiso (1988), entre cintas de celuloide, aparatos de montaje y fantasías de todo tipo. No fue sorpresa que desde muy pequeño se inclinara por ser cineasta.
Sus primeros intentos registrados de hacerlo, a los 16 años y con una cámara de 16 milímetros, fueron una verdadera desgracia. En el primero, El juicio de Dios (1952), tres actrices desfilaron por el protagónico y, cual maldición de la momia, murieron sin poder terminar el rodaje. En su segundo cortometraje, El abismo de la desgracia (1952), un intento de wéstern, una tormenta arrasó equipos y decorados arrebatándole su preciada cámara. Golpes realmente duros que habrían hecho sucumbir a más de uno.
A los 23 años probó de nuevo, esta vez se trataba de un filme de aventuras, El camino del aventurero (1958). Fue un rodaje tortuoso en el que Marins hacía de protagonista, más por falta de presupuesto que por sus dotes histriónicos. La experiencia, pronto vería, le serviría de mucho. Pasadas dos semanas recogió el material que había grabado y más de las tres cuartas partes estaban desenfocadas. Los rollos fueron tirados a la basura y Marins maldijo al cielo.