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Éric Rohmer o el gusto por la belleza

Hoy se cumplen 100 años del nacimiento del legendario cineasta Éric Rohmer. En este texto, Federico de Cárdenas, nuestro recordado crítico de cine, explora el estilo cinematográfico del realizador francés, quien fuera también figura emblemática de la revista Cahiers du Cinéma.

Por Federico de Cárdenas
NOTICIA
ARTÍCULO
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Marzo 21, 2020

Fuente: El Pais

Rohmer será, a lo largo de sus 25 largometrajes y en una carrera que abarca medio siglo, el más fiel a los postulados teóricos de André Bazin. Se mantiene dentro de los cánones de un realismo estilizado y un respeto del espacio clásico, con la cámara “a la altura de la mirada” y un montaje lo menos intrusivo posible, pero su cine tendrá características propias. Se inspira en autores franceses de los siglos XVIII y XIX (Marmontel o De Musset) con historias muy dialogadas que siguen un principio serial (seis “Cuentos Morales”; seis “Comedias y Proverbios”; cuatro “Cuentos de las Estaciones”) con variaciones ínfimas, recurrencias y obsesiones, donde la acción cede por completo a la palabra y los personajes, adultos o jóvenes, sitúan sus búsquedas en ese tiempo suspendido que es el de las vacaciones, los viajes, las largas visitas. El gran tema rohmeriano es la pasión amorosa, siempre abordada desde el razonamiento. Sus detractores lo acusarán, y se equivocan, de cerebralismo y frialdad, pero es lo contrario: en el discurso del realizador siempre hay sitio para un erotismo lúdico y amable cuyo centro es la mujer.


Al mismo tiempo que a su estirpe baziniana, el “sistema Rohmer” será fiel a los postulados iniciales de la Nueva Ola: rodaje con cámaras ligeras y sonido directo, escenarios naturales y con equipo reducido, dentro de un presupuesto de hierro. Ensaya mucho, entrega a sus intérpretes guiones muy dialogados cuyo texto debe respetarse, graba lo ensayado, trabaja en 16 mm o súper 16 y, si la primera toma es buena, jamás se protege con otra. Opone la ligereza y economía de sus rodajes a la pesadez y el derroche de los otros.

Los años 80 -que inaugura con La mujer del aviador (primer capítulo de las “Comedias y proverbios”)- marcan su total independencia: es productor y distribuidor de sus películas que, sin hacer la menor concesión, son grandes éxitos (Paulina en la playa, El rayo verde, Las noches de plenilunio). Descubre actores (Fabrice Luchini, Pascal Greggory) y sobre todo actrices (la lista es larga), inventa un modo de pensar y hacer cine e incluso un tipo de mujer. Sus personajes hablan, se contradicen, manipulan o tienden trampas a otros, las mismas que se vuelven contra ellos. Son jóvenes que atraen a parejas adultas (La rodilla de Clara, Paulina en la playa) o adultos que ceden, como el espectador, al placer de sentir el fluir del tiempo a través de una estación, con sus hechos ligeros y graves, sus pasos en falso, sus dudas y amores logrados o contrariados.

Al cineasta le gusta diseñar variaciones mínimas sobre personajes burgueses que combinan sabiamente el dandysmo clásico con una notable lucidez para acercarse al presente, la sucesión de sus películas y su difusión -en cine y TV- logra que en Francia el adjetivo “rohmeriano” sea el utilizado para designar los complicados juegos de la estrategia amorosa, del mismo modo que “marivaudage” alude a Marivaux.

Pero nos culparíamos de dar una imagen incompleta del universo de este maestro si omitiéramos tratar, aunque sea brevemente, el lado más experimental de su cine, que reservó a sus obras de época, entre las cuales su suntuosa adaptación de La marquesa d’O de Heinrich von Kleist -para la cual diseña un espacio pictórico y teatral propio- tal como lo hace de nuevo en Perceval el galo, que se mueve en un espacio simbólico y cuyas imágenes siguen el pictoricismo de los libros de horas ilustrados por monjes en el medioevo, y de nuevo en La inglesa y el duque, en la que se adapta a la tecnología digital para insertar a sus personajes en un París que es el de los pintores de la Revolución Francesa. Agente triple, acaso el más languiano de sus filmes, es una arriesgada exploración del mundo del espionaje en los años 30, y Los amores de Astrea y Celadón (2007), con la cual clausuró su filmografía, se inspira en una novela pastoril escrita por Honoré d’Urfe en el siglo XVI.

Moralista y esteta, Éric Rohmer solo se prohibió filmar la muerte de sus héroes, y en esto fue parcialmente fiel al célebre dictum de La Rochefoucauld que abre La toma del poder por Luis XIV (1966) de Roberto Rossellini y sostiene que ni el sol ni la muerte pueden mirarse fijamente. Solo parcialmente, porque Rohmer nos hizo ver el rayo verde, ese momento mágico que marca el ocultamiento del sol en el horizonte, instante de belleza suprema que culmina una de sus obras maestras. Jacques Rivette, en Out 1: Spectre (1972), nos lo mostró en su rol de profesor de letras, disertando sobre Balzac: no encontramos mejor retrato de la sabiduría elegante y tranquila de Éric Rohmer.

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