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El proyector y los lápices: (algunos) escritores y el cine

Sea con la presencia de un personaje adicto a las películas o un autor que coquetea con la escritura de guiones, la relación que mantiene la literatura con el cine viene desde los inicios de este. Escritores de todo el mundo se han visto seducidos por los encantos del séptimo arte rindiéndose ante sus encantos, dedicándole páginas enteras a esta obsesión. A continuación, les presentamos solo algunos de los casos de esta relación, a propósito del Día del Libro, que se celebra hoy.

Por Giancarlo Cappello
NOTICIA
ARTÍCULO
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Abril 23, 2020

Marguerite, mon amour


Todas las revoluciones de los años sesenta tuvieron un prolegómeno memorable: Hiroshima, mon amour (1959), surgida de la feliz coincidencia de Marguerite Duras y Alain Resnais. Si Truffaut sostenía que la única adaptación válida para el cine era aquella del director, aquella que reconvertía (no ilustraba) las imágenes literarias en una particular puesta en escena, Duras iría más lejos: la única adaptación posible es la que se genera junto con la obra literaria.

Para hablar de la película, Cahiers du Cinéma organizó una mesa en la que participaron Rohmer, Godard, Pierre Kast y Jacques Rivette. No hubo una conclusión general, solo denominadores comunes: era más literatura que cine, pero también todo lo contrario. Godard, que siempre evitó aparecer en cualquier orilla, destacó su carácter insólito: “Es Faulkner más Stravinsky, pero no un cineasta más otro".

Duras buscó una síntesis narrativa entre el cine y la literatura. En Hiroshima… una mujer francesa evoca ante su amante japonés su amor por un soldado alemán durante la guerra. Los personajes proyectan sus recuerdos y así construyen contextos por donde el espectador avanza de la mano de distintas voces. Se trata de reproducir el mundo con fragmentos, con los sentimientos de la pareja protagonista y su incómodo romance, y el resultado es una ficción que es también el documental sobre una mujer y su toma de conciencia a escala personal y social, echando mano de los recursos formales de la novela, sobre todo con respecto al narrador. La palabra, en general, es la gran protagonista de los guiones y novelas de Duras, la palabra de la evocación, la que sólo puede darse en contacto con otro, una palabra que asoma en un lenguaje a menudo desconcertante, fracturado como el relato que construye.

Marguerite fue autora de una larga serie de películas, muchas de las cuales se animó a dirigir. Le han adaptado las páginas una docena de veces, pero de todas ellas la que más se recuerda es El amante (1991), dirigida por Jean-Jacques Annaud. El resultado disgustó tanto a la Duras que cuando escribió El amante de la china del norte (1992), se encargó de novelarla casi a modo de guion por si alguien, alguna vez, se animaba a adaptarla. Duras también ha sido materia fílmica a raíz de su afición al alcohol y los amantes, pero aunque el cine se empeñe en recordarla como personaje de melodrama, sabemos que Marguerite fue mucho más.

El cine para un infante difunto


“Cuando éramos niños, mi madre nos preguntaba si preferíamos ir al cine o a comer con una frase festiva: ¿Cine o sardina? Nunca escogimos la sardina”. El recuerdo es de Guillermo Cabrera Infante muchos años después de que el cine, precisamente, fuera el detonante de su exilio europeo.

Revolucionario y comprometido con el régimen de Castro, fue nombrado subdirector del diario Revolución y encargado de su suplemento cultural, Lunes de Revolución. Sin embargo, sus relaciones con el Partido se quebrarían a raíz de P.M., el corto que su hermano Sabá Cabrera rodó a finales de 1960. El filme describía las maneras de divertirse de un grupo de habaneros, pero fue prohibido por razones poco ortodoxas. Entonces estalló la polémica en las páginas de Lunes de Revolución y a Guillermo lo enviaron como agregado cultural a Bruselas. Cuando desde Londres publicó Tres tristes tigres (1964), en Cuba lo expulsaron de la Unión de Escritores y Artistas y lo calificaron de traidor, pero aquello no impidió que siguiera yendo al cine, que se hiciera aficionado a los caballos y, cómo no, que pudiera conseguir sardinas cuando le apetecieran.

En Tres tristes tigres, los cuatro narradores de la novela tienen alguna conexión con la cultura. Arsenio es actor de radio y televisión, pero aspira a escribir guiones; Silvestre es un escritor adicto al cine; Codac, cuya homofonía adelanta su evidente ocupación, es un fotógrafo vinculado al mundo del espectáculo; y Eribó es músico. A través de ellos Cabrera Infante se cobra la revancha de P.M. y como para dejar bien en claro que era un cinéfilo de fuste, parece encargar al personaje de Silvestre sus más caros homenajes.

El cine opera como inter-texto instalado en el habla de Silvestre, no solo remitiendo constantemente a películas y actores, sino convirtiéndose en el metalenguaje de la vida cotidiana. Verbigracia: Silvestre cuenta una seducción a Arsenio:

Dentro del cuarto ya fue una lucha de villano de Stroheim con heroína de Griffith… y yo que veo en big-close-up su mano, y muy hombre de mundo, muy a lo Cary Grant, me tiro encima, no muy de escena romántica, por cierto, y comienzo a trabajarla en planos medios y americanos… y le pido, muy bajo, casi en off, pero de un solo gesto se suelta… y toda la escena pasa del suspenso a la euforia, como de la mano de Hitchcock.

En la novela de Cabrera Infante, el cine no recrea la realidad, la realidad se convierte en cine.


Total, para no cansarte, con igual técnica y el mismo argumento consigo que se quite los pantaloncitos, pero, pero… momento en el que el viejo Hitch cortaría para insertar inter-cut de fuegos artificiales… te soy franco, te digo que no pasé de ahí.

Tres tristes tigres es en muchos pasajes una celebración del cine. Celebración que Cabrera Infante mantendría con rigor escrupuloso hasta sus últimos días, pues ya instalado definitivamente en España, viajaría cada dos fines de semana a Londres para sumergirse en funciones continuadas argumentando: “Mi madre no me crio en el cine para ver películas dobladas”.

Cortázar o el cazador de crepúsculos


Entre las muchas referencias que hace Cortázar al cine, hay una incluida en su libro Un tal Lucas (1979) donde esboza cierto manifiesto de estilo:

Si fuera cineasta me las arreglaría para cazar crepúsculos, en realidad un solo crepúsculo, pero para llegar al crepúsculo definitivo tendría que filmar cuarenta o cincuenta, porque si fuera cineasta tendría las mismas exigencias que con la palabra, las mujeres o la geopolítica.

Pero hay un episodio insólito, sólo digno del autor, que se impone sobre los demás. En 1981 Cortázar escribe el cuento Queremos tanto a Glenda. La historia es como sigue: un grupo de fanáticos de la actriz Glenda Garson (una velada referencia a la actriz Glenda Jackson) pasa de la fascinación al trastorno cuando se propone hacer de ella una actriz perfecta:

Sólo poco a poco, al principio con un sentimiento de culpa, algunos se atrevieron a deslizar críticas parciales, el desconcierto o la decepción frente a una secuencia poco feliz, las caídas en lo convencional o lo previsible […] Sólo contaba la felicidad de Glenda en cada uno de nosotros, y esa felicidad sólo podía venir de la perfección.

El grupo se empeña en perfeccionarla y hace todo lo indecible con tal de que las películas de Glenda se ajusten a sus deseos y expectativas estéticas, llegando al extremo de comprarlas o robarlas para modificarlas en una sala de montaje y después reemplazarlas por las originales. Como la actriz sigue actuando en filmes que no son del gusto de sus adictos, éstos deciden matarla para conservar en el pedestal de la veneración la figura ideal que de ella se han forjado y que han difundido y asentado en sus películas adulteradas.

Al año siguiente, Cortázar llega a San Francisco para dictar un curso con su último libro de cuentos bajo el brazo (Queremos tanto a Glenda) y descubre que las marquesinas anuncian a Glenda Jackson en una película titulada Hopscotch (1980), equivalente en inglés de la palabra rayuela. Pero esto es solo el inicio. En la película, Glenda Jackson ayuda a fraguar la muerte de un autor cuyo libro se llama Hopscotch, para así salvar su dignidad de los agentes secretos que lo persiguen. Es decir, Cortázar y Jackson, en un capricho de fantástica coincidencia, se conectan y se eliminan uno al otro para perpetuarse:

Haber llegado de México trayendo un libro que se anuncia con su nombre, y encontrar su nombre en una película que se anuncia con el título de uno de mis libros, valía ya como una bonita jugada del azar que tantas veces me ha hecho jugadas así […] En el cuento que acabo de publicar yo la maté simbólicamente, Glenda Jackson, y en esta película usted colabora en la eliminación igualmente simbólica del autor de Hopscotch.

Los fragmentos citados de una supuesta carta a la Jackson forman parte del cuento “Botella al mar” y en él Cortázar considera que el filme es un mensaje cifrado:

[…] que fuera una comedia de espionaje apenas divertida, me forzaba a pensar en lo obvio, en esas cifras o escrituras secretas que en una página de cualquier periódico o libro previamente convenidos remiten a las palabras que transmitirán el mensaje a quien conozca la clave.

El cazador de crepúsculos jamás viviría otra experiencia tan cercana a la fantasía como aquella ‘continuidad de los cines’.

Coda

La relación cine-literatura corresponde a una historia que no termina de contarse y que hoy adquiere nuevos ribetes visto el interés por la hibridación de los discursos. Ya los clásicos señalaron las conexiones entre las distintas manifestaciones creadoras como una de las mejores vías de acercamiento a la naturaleza de los fenómenos culturales. Aquí solo hemos querido repasar algunas anécdotas que se desbordan para confundirse con la vida.

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