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“Cahiers du Cinéma” y la cinefilia de ayer y hoy

A propósito de la renuncia del equipo periodístico de la revista Cahiers du Cinéma, y de la importancia que ha tenido en la historia del cine, publicamos este artículo sobre la cinefilia. ¿Cómo surge este término? ¿Cuáles son sus etapas más saltantes? ¿Existen tipos de cinéfilos? ¿De qué forma algunas revistas han alimentado el amor por las películas? A continuación, las respuestas a estas y otras interrogantes sobre la pasión del cine.
Isaac León Frías                                                                                                                                                  NOTICIAS/ARTÍCULO

Fuente: Universidad de Lima

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Fuente:The New Yorker

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Fuente: Issuu

Del cinemero al cinéfilo

Hasta donde se sabe, el origen del término es francés, lo que no es en absoluto raro tratándose del cine y más aún en lo que el término designa: ese especial apego al cine y, en concreto a las películas, que ha tenido su centro histórico en Francia y de manera especial en París. Pero hay que precisar, por mucho tiempo se conoció como cinemero (en el Perú y en muchos otros países) al aficionado que solía ir con regularidad a las salas y que, obviamente, disfrutaba de lo que veía y participaba de la mitología del espectáculo (el estrellato, la adhesión a géneros o motivos), sin ser necesariamente un espectador instruido, “culto” o conocedor del lenguaje o la historia del cine. En cambio, el vocablo cinéfilo tiene otra connotación y que hoy en día se llame cinéfilos a todos los aficionados es equívoco. Porque la cinefilia, tal como se perfila desde los años cincuenta, alude a un vínculo tan fuertemente pasional como intelectual. Es decir, el cinéfilo es un espectador diferenciado, no necesariamente un crítico de películas, pero sí alguien que posee un cúmulo de conocimientos y referencias del que no dispone un cinemero común y corriente. Este último puede manejar cierto grado de información, mas no la sofisticación que habitualmente tiene el cinéfilo para administrar datos sobre la obra de un realizador, establecer asociaciones entre filmes que parecen no tener nada en común o emitir juicios y calificaciones personales.

En buena parte de los países de nuestra región los vocablos permiten distinguir, si se quiere, dos etapas o momentos en la “historia del gusto” por el cine: una primera, la de los cinemeros, asentada con firmeza entre los años veinte y comienzos de los sesenta, vinculada a la asistencia a las salas de estreno y de barrio y fuertemente asociada al culto del actor o la actriz, de los “artistas” como se decía entre nosotros. Desde los años sesenta, y sin que desaparezcan los cinemeros, empieza a perfilarse un desplazamiento que va de los intérpretes a los directores, del gusto más bien espontáneo y despreocupado a uno más selectivo y exigente, al menos en un sector, ciertamente minoritario pero visible.  Este aficionado diferenciado se interesa por la historia del cine, por la creación fílmica, se vincula a los cineclubes, a la crítica, a la realización de películas.

Si bien, la aparición de los cineclubes y el ejercicio de la crítica es anterior en los países sudamericanos (en Brasil, Argentina y Uruguay desde los años cuarenta los cineclubes y la crítica desde antes), no se configura propiamente una cinefilia como la que se impone en Europa en los años cincuenta. Hay un interés cultural por el cine que, con algunas excepciones, no provoca el entusiasmo ni esa suerte de compromiso casi militante, propia de la cinefilia de los cincuenta y sesenta. Por cierto, hay que señalar que el cineclubismo se inicia entre nosotros con la creación del Cine Club de Lima en 1953. Promovido por un grupo de destacados intelectuales y luego de cinco años, el cineclub desaparece y sus animadores (salvo uno de ellos, Claudio Capasso, que sigue en la crítica por unos años más) se alejan de cualquier actividad vinculada con la cultura cinematográfica. No es una generación cinéfila, es sólo un grupo de intelectuales interesados temporalmente por el cine.

 Por cierto, desde los años ochenta, con la consolidación del reproductor de videos, la cinefilia ingresa en una segunda fase, una segunda “edad” de vida, podríamos decir, ya que hace posible el conocimiento, en países con cinematecas precarias o sin ellas, de películas antes solo conocidas por referencias o simplemente no conocidas. Con la llegada del nuevo siglo, el DVD, luego el Blu-ray, más el creciente acceso a las películas a través de las pantallas informáticas, ha configurado una tercera fase en la que se multiplica el acceso a los filmes. Ahora, prácticamente todo puede ser visto, no necesariamente en las mejores condiciones porque no todo está sometido al proceso de restauración de originales y remasterización de las copias, pero mal que bien cada vez es más estrecho el margen de lo inaccesible en el espacio de la red.

Cierto, los modos de consumo han cambiado desde los tiempos cinemeros y de la primera cinefilia, unidos a las pantallas de las salas públicas. Ahora, el aficionado puede evitar el menor desplazamiento y librarse al flujo de imágenes vistas en casa. La afición compartida en los cineclubes o las grandes salas de antaño se traslada hoy al espacio de los blogs donde cinéfilos que no se conocen físicamente entre sí comparten preferencias o intercambian información, opiniones y juicios o discrepan abiertamente. Esta progresión ha ido modificando hábitos, modos de ver, sensibilidades. De la cinefilia más exigente y selectiva, del hitchcock-hawksianismo de los años cincuenta, se ha pasado a formas de aproximación en las que se discrimina menos, los criterios de valoración son más flexibles o porosos o la afición se concentra en mayor medida en ciertos autores, géneros, estilos o periodos.

Aún a contrapelo de la abundancia fílmica a la mano (o mejor, a la vista), el enciclopedismo de otros tiempos cede a veces a la “especialización” y con frecuencia a la simple preferencia, al imperio del gusto individual (por el gore, el thriller, los musicales, las comedias juveniles o el cine bizarro en su acepción más amplia). De cualquier modo, y pese a los riesgos de la dispersión, de la superficialidad o la pura frivolidad, la nueva cinefilia está estimulando, además de la vocación por el ejercicio fílmico, un interés creciente por el cine en las nuevas generaciones y, sin duda, también, aunque en menor grado una atracción por la investigación, la reflexión o el análisis de las imágenes fílmicas. La proliferación de blogs, en los que se debe separar el trigo de la paja, pone de manifiesto una tendencia hace pocos años inimaginable.

 La génesis cinéfila

El italiano Riccioto Canudo, uno de los primeros teóricos del cine en Francia, empleó la expresión cinematófilo y allí parece estar la fuente de lo que más adelante devendrá en el término que conocemos. Hay una protohistoria de la cinefilia que se asoma en el París de los años veinte, en los tiempos de expansión de las vanguardias, y que se afirma más adelante con la fundación de la Cinemateca Francesa y luego, después de la guerra, con la aparición de La Revue du cinéma, antecesora de la legendaria Cahiers du Cinéma.  Pero, aunque desde los años de la posguerra se va afirmando un interés mayor,  es en el París de los años cincuenta, con la etapa más activa de André Bazin y el grupo de revista Cahiers du Cinéma, en primer lugar, pero también con la revista Positif y varias otras, con el impulso del cineclubismo, las salas de arte y ensayo y la impresionante labor que realiza la Cinemateca Francesa, dirigida por Henri Langlois, que la cinefilia se instala como una mística compartida, aun cuando con frecuencia los cinéfilos sean personalidades solitarias, individualistas, vistos como bichos raros por quienes no participan de esa afición de rasgos adictivos.

Esa mística se va extendiendo en Europa y más tarde en el continente americano y en otros, pero nunca ha encontrado en ninguna parte una equivalencia con la cinefilia francesa, al menos no con la intensidad y la persistencia que encontramos en el país donde nace el cinematógrafo. Por algo en las pantallas parisinas (y no solo de la Cinemateca) se siguen viendo, y en copias fílmicas con frecuencia nuevas, películas en blanco y negro del periodo clásico, algo muy escaso y aislado en otras ciudades, fuera de lo que ofrecen las salas de los archivos o filmotecas.

No parece una simple coincidencia, y si lo es en buena hora, que la irrupción cinéfila coincida con los años del estreno de una serie de títulos que están entre los mejores de todos los tiempos y que van a servir de caballos de batalla, entre otros, para los futuros artífices del movimiento de la Nueva Ola. La carroza de oro y Elena y los hombres, de Jean Renoir; Un condenado a muerte se escapa y Pickpocket, de Robert Bresson; Madame D y Lola Montes, de Max Ophüls; Europa 51 y Viaje a Italia, de Roberto Rossellini; Johnny Guitar y Delirio de locura, de Nicholas Ray; Brigadoon y Cautivos del mal, de Vincente Minnelli; Ugetsu monogatari y El intendente Sansho, de Kenji Mizoguchi; Más corazón que odio, de John Ford; Intriga internacional y Vértigo, de Alfred Hitchcock; Sombras del mal, de Orson Welles; Río Bravo, de Howard Hawks; Casco de oro y El agujero, de Jacques Becker; Moonfleet, de Fritz Lang; Ordet, de Carl T. Dreyer; Cantando bajo la lluvia, de Stanley Donen y Gene Kelly...

Ese extraordinario periodo de auge creativo que fueron los años cincuenta, y que aún no se ha estudiado de manera suficiente, aportó la materia prima de la que se nutre el amor al cine que reivindica esa generación, pero el gusto no se limitó a ese caudal de cintas contemporáneas, pues la Cinemateca y las salas de arte parisinas mantuvieron al día, si no todo, sí una porción importante del mejor cine del pasado. La cinefilia se arraiga, entonces, no en el culto de la actualidad, sino en una tradición de más de medio siglo que va a encontrar en esa suerte de década prodigiosa que son los años cincuenta un punto de ebullición y un espacio de encuentro entre ese presente en marcha y el pasado que prolonga o modifica. La célebre “fórmula” de Jean-Luc Godard clásico = moderno es solo uno de los fraseos que grafican la conciencia de una continuidad que, desde luego, puede interpretarse de diversas maneras y que va a irradiarse en otras partes, no con la fuerza ni la intensidad parisinas, pero sí con una capacidad de permanencia que ha alimentado los siguientes cincuenta años.

La aparición o la evolución de revistas en Inglaterra (Sight and Sound, Sequence, Movie), Estados Unidos (Film Culture, Film Comment), Italia (Cinema&Film), España (Film Ideal, Documentos Cinematográficos) y otros países contribuye a esa irradiación. La publicación peruana Hablemos de Cine pone su cuota en la onda cinéfila que surge posteriormente en estas tierras y que tiene en los diversos países de la región a varios críticos destacados. Algunos de ellos son: en México, Emilio García Riera y Jorge Ayala Blanco; en Cuba, Guillermo Cabrera Infante; en Colombia, Hernando Salcedo y Hernando Valencia Goelkel; en Argentina, Edgardo Cozarinsky; en Brasil, Emilio Salles Gomes; en Chile, Joaquín Olalla; en Uruguay, Homero Alsina Thevenet. No son los únicos, pero sí algunos de los más prominentes críticos que contribuyen a ese periodo de afirmación cinéfila en América Latina, aunque no siempre, como en el caso de Alsina o de Salles Gomes, desde los postulados cahieristas. 

La política de los autores

Tal vez el punto nodal de la nueva mirada que surge con la cinefilia francesa de los años cincuenta está en la célebre “política de autores” que sostiene Cahiers du Cinéma (con la que no estuvo de acuerdo Bazin) y que, como nunca antes, contribuye a centrar la atención en el aporte del director. El realizador (el metteur en scène en la terminología francesa) se convierte en el centro del universo fílmico, en la señal de reconocimiento de los valores (o desvalores) de un filme. Desde allí esa afición diferenciada se caracteriza por la exaltación de esa figura, por la conversión del director en la estrella, con aciertos y también con crasos errores. Porque, verdad de Perogrullo, no todos los directores son autores y más bien es una minoría la que merece tal calificativo.

Pero, sin duda, uno de los méritos de Cahiers du Cinéma y otros sectores de la crítica francesa, y de otras partes, está en haber ensanchado la categoría de autor, antes muy restringida, a una franja más amplia de realizadores, especialmente de la industria norteamericana y por lo tanto sometidos a las condiciones imperantes en los grandes estudios. Esos filmmakers, que nunca reivindicaron para sí la categoría de creador o de autor, van a ser nivelados con otros cuyos rasgos autorales eran más ostensibles. Así, Hitchcock y Hawks, pero también Cukor y Minnelli, Mankiewicz y Preminger, Nicholas Ray y Anthony Mann, entre otros, adquieren un estatus (antes negado o retaceado) a la altura de Murnau y Lang, de Lubitsch y Stroheim, de Ophüls y Dreyer, de Chaplin y Welles, de Renoir y Sacha Guitry, de Rossellini y De Sica, de Mizoguchi y Ozu. Los textos de Jacques Rivette “Genio de Howard Hawks” y “Defensa de Rossellini”, publicados en Cahiers du Cinéma, constituyen dos de las más lúcidas sustentaciones del viraje de la joven crítica y del espíritu que anima a la cinefilia que se afirma. Con matices y diferencias de apreciación (las reservas de Truffaut a la obra de John Ford, por ejemplo) la cinefilia naciente se abre paso y, desde luego, se diversifica con el correr del tiempo.  

Desde fines de los cincuenta, y con la llegada de los ex críticos de Cahiers a la realización y de otros movimientos que surgen en Europa y en otros continentes, la cinefilia se va abriendo a otros horizontes, sin que las reivindicaciones cahieristas pierdan vigencia. Claro, la noción de autor que se instala está acompañada por un concepto distinto, que no apela a los “grandes temas”, a “la trascendencia del mensaje” o a la ostentación de los recursos visuales, muy presentes en la crítica periodística y el cineclubismo dominantes a escala internacional. La atención a la “puesta en escena” produce un claro desplazamiento de los centros de interés y se descubre esa riqueza expresiva oculta que habita en una porción del cine de géneros y no solo el norteamericano, también el francés, el italiano y el de diversos países. Con el paso de los años, la revisión ha permitido redescubrir obras personales que en América Latina pasaron inadvertidos en su momento: desde la mayor parte de las películas mexicanas de Buñuel (solo apreciadas en su época por unos pocos críticos, entre ellos los de la onda surrealista de Positif) hasta los melodramas criminales del mexicano Roberto Gavaldón o del argentino Carlos Hugo Christensen.  

Como sea, y con todos los excesos que haya podido tener, la pasión por el cine que ha seguido esa línea de continuidad ha estimulado de manera permanente el descubrimiento de filmes valiosos, la revisión constante de lo ya conocido, las nuevas lecturas de las obras consideradas canónicas, de los diversos estilos y movimientos, es decir, ha sido un factor movilizador que ha opacado las manifestaciones más solitarias y aisladas. Digamos que la cinefilia activa ha superado (no necesariamente en número, pero sí en influencia) a la cinefilia pasiva y parasitaria que, desde luego, tiene también todo el derecho a la existencia. Esta revista no es sino un avatar más de una cinefilia activa y productiva. 

Texto originalmente publicado en la edición número 4 de Ventana Indiscreta (segundo semestre del 2010).

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