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Miedos susurrados en el cine de Bergman

Hoy se cumplen 105 años del nacimiento del director Ingmar Bergman. En esta oportunidad, se revisa su obra en relación a ciertas cercanías con el género de terror. Este texto es un fragmento de un artículo publicado en un número anterior de nuestra revista.


Por Ricardo Bedoya ESPECIALES / INGMAR BERGMAN

Bergman
“La hora del lobo” (1968). Fuente: Malba

Dos imágenes fuertes se graban en el recuerdo del que haya leído Linterna mágica, el extraordinario libro de memorias de Ingmar Bergman: la imagen del joven enfrentándose por primera vez a la visión de un cadáver y la impresión de fragilidad personal que dejan las descripciones de la incomodidad ante los apremios de su colon inestable. Es la conmoción ante los estados de una materia ingobernable, del cuerpo que muta sin obedecer razones, guiado por procesos internos, ocultos, que se manifiestan de pronto, debilitando o venciendo al organismo.


Sea a través de la fantasía homosexual, la figuración del vampirismo, la irrupción de la locura o la representación teatral, los personajes penetran en una zona indeterminada de su propia conciencia que los trastorna y los modifica sin perder sus signos externos y reconocibles. Como si, por un momento, se convirtieran en esos cuerpos usurpados que alucinó Don Siegel para la ciencia ficción de los años cincuenta. Es el estado de Elizabeth Vogler (Liv Ullman) cuando busca la fusión con la mujer de personalidad antagónica y camina vaporosa, a contraluz, como la mujer zombi de Tourneur, en la secuencia de la visita nocturna de Persona. Pero el momento más cabal de todos esos “trances” que convierten a “uno” en el reflejo probable de “otro” –acaso como encarnación de deseos soterrados–, es el encuentro de Alexander con el andrógino Ismael, en Fanny y Alexander (1982).


Si bien los asuntos de la enfermedad y la muerte recorren la obra de Bergman, tal vez más interesante es observar cómo el motivo de la dualidad, el de ser uno y el otro, o el otro y el mismo, y las trayectorias que llevan a la alteridad o los procesos que conducen a esa labilidad, sustentan varias de las escenas de su filmografía que provocan la sensación potente y desestabilizadora del miedo. Y no me refiero a los ejercicios más o menos obvios que identifican el horror de la angustia íntima con la plástica expresionista, como en La hora del lobo (1968), sino a esos momentos en que se produce una suerte de deslizamiento de la figuración “realista” (apuntalada por la nitidez de la fotografía de Sven Nykvist) hacia una indeterminación dramática o un sentido esquivo, con personajes que de pronto asumen identidades contradictorias, que escapan a las explicaciones de sí mismos, se desdoblan o se miran en otro como si se contemplasen en un espejo. Como ocurre en Persona (1966), claro está, pero también en El rostro (1958), Como en un espejo (1961), El rito (1969), De la vida de las marionetas (1980) o En presencia de un payaso (1997).

Bergman
“Fanny y Alexander” (1982). Fuente: Janus Films

El clima que precede a ese encuentro es el de una película de horror, con un secreto tras la puerta, luego de conocer el gabinete de un cabalista que acumula polvo y antigüedades. Ismael, el ser peligroso, confinado de por vida, de rasgos femeninos (está interpretado por una actriz) es distinto a Alexander en porte y edad. La conversación que mantienen los personajes es susurrante y alusiva. Ismael toca a Alexander, descubre su cuerpo, le abraza. De pronto, en medio de esa confrontación, los pensamientos de Alexander –mejor, sus deseos– empiezan a ser interpretados, modelados y casi susurrados por Ismael, que se une al deseo del púber de ver morir a su odiado padrastro autoritario. La brutalidad de la ley paterna encuentra su opuesta correspondencia en la suave y comprensiva complicidad de Ismael, el extraño, el andrógino. Ambos están enfrentados a la arbitrariedad patriarcal que los ha confinado a la sanción o a la reclusión. Es, entonces, que Alexander se refleja en Ismael o se descubre en él. Y eso le llena de miedo. Un miedo que fluye, incierto, entre las fronteras de lo onírico, lo erótico y lo alucinatorio.


Fanny y Alexander es el filme testamentario de Bergman. Es evocativo, entrañable, recapitula asuntos y motivos previos de su obra y tiene la apacible serenidad, sosegada alegría y belleza de una película invernal, de vejez. Desde esa mirada y posición trata el asunto de la bisexualidad como una estremecida experiencia formativa y como un gesto alternativo de rechazo a un universo de mandatos patriarcales. Pero ese asunto ya ha sido tratado con especial lucidez por Robin Wood en su artículo “Call me Ishmael”




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