El reflejo de la vida cabe en un instante triste. Una vida es todo y muy poco. La poesía fílmica del realizador ruso Andréi Tarkovski se halla enmarañada con el ritmo connatural propuesto y, a su vez, nace del espectador expectante. Descubramos juntos algunos posibles vínculos entre la tristeza de El espejo y las réplicas de Nostalgia a la luz de diversas sensibilidades poéticas. Texto publicado originalmente en la edición número 28 de la revista Ventana Indiscreta.
Por Christopher Rojas ESPECIALES / ANDREI TARKOVSKI
Los niveles
Los filmes del director ruso tienen capas: en una vemos la historia, condicionada por el título; en otra, escenas e imágenes introducidas, a lo mejor, con el firme propósito de recrear una experiencia estética; también tenemos aquella formada por la voz en off que corresponde a un narrador omnisciente, al personaje principal o a un yo poético.
Si la nostalgia solo es aparente, eso quiere decir que no es notoria y se manifiesta más frecuentemente de lo que uno cree. Lo nostálgico, diremos, brilla por su ausencia. Tarkovski es un cineasta de ausencias, perpetua la melancolía a lo largo de las circunstancias y personajes descorporeizados, le da peso a lo que normalmente no se ve. Además, incorpora imágenes que forman parte de uno de los niveles que el director pone en acción. Esa línea fantasmática conformada por recuerdos lejanos, olvidados y, tal vez, inexistentes.
Como es de esperarse, algunas compuertas son más accesibles que otras. La mesa no está servida o, a lo mejor, sí, pero está desordenada. El camino es extendido para que el espectador construya vías de acceso o tome caminos por (re)correr. En este punto diremos que Tarkosvki es al cine lo que Cortázar a la literatura y, más precisamente, el Cortázar de Rayuela.
Ambos juegan con la materia llamada lenguaje y, conscientes de ello, juegan con la plastilina que forma el tiempo. Luego, lo lúdico de la actividad creadora consiste en un juego de postas infinito donde todos juegan: los creadores, los actores y la audiencia. Aquello considerado terreno firme no es nada más que un archipiélago de ilusiones. La vida se construye inevitablemente sobre la apariencia y no sobre la certeza.
Los espacios del pensamiento
Alguien podría pensar, con justa razón, que el espacio del pensamiento es algo demasiado abstracto para ocuparse de él. La imagen ha sido vista tradicionalmente como un todo que se impregna en la memoria del espectador, reduciéndolo a poco más que una planta sintética u objeto inanimado. Podríamos decir eso al referirnos a películas “rompe taquillas”, pero incluso ellas podrían dar pie a momentos reflexivos. Lo más importante no es la película en sí, sino lo que ella despierta en el espectador.
Pues bien, en el caso de Tarkovski, tienen lugar ambas miradas polarizadas y casi simultáneamente. Por un lado, una imagen que es un pensamiento y un soliloquio hecho fragmento leído. Ambas cuestiones profundamente espesas y pesadas. Con el realizador ruso somos capaces de ver la textura de las ideas o tener un atisbo de ella. Por supuesto, ninguna imagen es concluyente, sino solo estímulos alojados en algún lugar de nuestra memoria. Y, por otro lado, voces e imágenes que no parecen corresponder al discurso fílmico dominante. Podrían entenderse como poemas sueltos y fotografías poéticas.
Pensar el pensamiento es una tarea titánica; intentar reflejar tal actividad, mucho más. El espectador de Tarkovski flota por definición. El écran no refleja la realidad y tampoco viceversa. Se trata de darle peso al ser, permitir que algo sea. Es, sin duda, un ejercicio entre filosófico y poético. Las historias, los personajes y los diálogos exhalan condiciones no tanto de seres existenciales sino de instantes idos. El desarrollo de lo anterior brota a partir del velo que Tarkovski descorre del ojo del otro.
Lenguaje y Tarkovski
El mismo Tarkovski ha reconocido en su libro Esculpir en el tiempo (2002) que lo común entre la literatura y el cine es, sobre todo, la libertad de sus creadores a la hora de trabajar (p. 82). De modo que, en todo lo restante, se diferencian. Así, la literatura emplea un lenguaje ya conocido por ella misma, por los autores y lectores. Tal familiaridad no ocurre en el cine. Este no posee un lenguaje fílmico.
Eso quiere decir que un filme propone y dispone de la elaboración de un posible lenguaje sobre la marcha. Diríamos una interpretación. El acto de interpretar viene vía los realizadores y la audiencia, dinámica que potencia aún más el carácter vital e inesperado del arte cinematográfico.
Deleuze (2000), en su texto llamado Nietzsche, nos dice que el aforismo es la cosa por interpretar y la interpretación. El espejo (Zerkalo, 1975) y Nostalgia (Nostalghia, 1983) son una forma de acercarse a esa mirada deleuziana vía el filósofo alemán. Ambos filmes explorarían lo que algo sería y el ejercicio de acercarse a ese algo.
El tiempo, continúa el realizador ruso, puede ser capturado, repetido y, en teoría, conservado para la eternidad en virtud del registro cinematográfico. Ahí radica su posibilidad ignorada desde sus inicios y su potencialidad actual.
A diferencia de la literatura, que precisa indefectiblemente las palabras como medio expresivo de lo que representa, la música y el cine recurren al paso de lo temporal. Y en el caso del último, el campo visual ofrece la posibilidad inevitable, siempre movible, de realizar nuevas conexiones.
Eso quiere decir que, si bien la cámara, la herramienta fílmica por excelencia, puede ser vista como una limitación, lo que ella muestra no tiene límites, en cuanto se trata del mundo que entra en escena y trasciende el instrumento y, en efecto, abre el campo visual del espectador. Ergo, la imagen vista y descubierta al espectador tiene más que ver con una experiencia universal que une así a todos los hombres, que un mero contexto rígido elegido por la realidad o el director.
Al enfrentarse al universo tarkovskiano, el espectador hace las veces de arqueólogo de lo propio y lo ajeno, de aquello que lo funde en la órbita humana con los demás. No habría una interpretación fija que el mismo realizador provoque, tampoco una propuesta donde todo sea claro. Si bien es una exploración —tal vez sería mejor llamarlo intento de comprensión de lo humano—, subyace una intencionalidad programada complejísima que, a la vez que ha sido pensada, se engarza con un trabajo en equipo. Reflejo de una sensibilidad conjunta y, no por ello, menos exploratoria y, tampoco, más calculada.
Se trata en buena cuenta de mostrar la experiencia compartida entre los que acompañan al director, sin dejar en la memoria datos que pudieran aportar a la realización del producto final: una experiencia autobiográfica que incluya cada parte de la audiencia del planeta.
Poesía y música
Es imposible referirse a Tarkovski y no hacer referencia a la música. Y por esta entendemos el corazón de la poesía, el movimiento de las palabras por el que navegan los barcos ebrios de Rimbaud y la naturalidad de las (co)incidencias de Mario Ruoppolo, protagonista de El cartero (Michael Radford. Il Postino, 1994).
La poesía en el sentido más amplio no tiene que ver con rimas ni sonetos, sino con la musicalidad inmanente que destila lo mostrado en la pantalla, lo sugerido a partir de ello y las condiciones flotantes de aquello que puede ser y no tanto de lo que es.
El entretejido de la textura poética alude a niveles perceptivos y emocionales. Un texto es leído, sentido, bebido, digerido y hablado. La imagen, entendida como un gran lienzo, no es ajena a esa figura.
De modo que, al ver un filme tarkovskiano, recorremos los espacios, unimos las junturas, descoyuntamos uniones, creamos relaciones y vínculos inexistentes y sugeridos por el director. El ojo no solo mira, sino también es mirado. Somos interpelados de inmediato por el ojo-cámara y la cámara-corazón del poeta. Nos dejamos guiar por él, como quien sigue a Virgilio en el purgatorio, lo suficiente para luego emprender el vuelo por nuestra cuenta.
La poesía, entonces, es la musicalización de los sonidos proveniente desde tiempos inmemoriales, surgida de lo más profundo y primitivo que nuestra alma atesora. Y el cine de Tarkovski, el espejo de la melancolía enfrentada con la inevitabilidad del reverberar de la nostalgia.
Para la poeta española María Zambrano (1993), no podemos olvidar que la poesía interpela a lo imposible, lo que nunca fue, lo que jamás será. Así, entender la poesía y a un poeta implica acercarse a un terreno pantanoso o, como diría el cineasta de La infancia de Iván (Ivánovo detstvo, 1962), adentrarnos en las ciénagas de las condiciones que posibilitan y determinan al hombre. Hacer poesía quizás sea la forma más cruda y excelsa de ser en el mundo.
Colofón o hacia el reflejo de una nostalgia
El inicio de El espejo es una órbita psicoanalítica concentrada en el lenguaje y el objeto-espejo, representado por la interlocutora-guía que acompaña a un adolescente a superar un impedimento lingüístico. Un poco antes, visualizamos a un niño frente a un televisor. En el cierre, María con su pareja y sus hijos alejándose.
Nostalgia inicia con un plano donde los personajes se desplazan como en una pintura viviente. Su clausura es un plano de ensueño que se abre de a pocos. El camino de la llama de la mano de Andréi es el tránsito de la vida, el hálito de vitalidad que culmina a medida que avanzamos. El estertor necesario para ubicar nuestro ser en el mundo.
Intentar racionalizar la sensibilidad del cineasta ruso resulta insuficiente. El espejo y Nostalgia, por ejemplo, superan la condición de meras películas para ver. Las dos también son ejercicios de erudición poética, sus interpretaciones son inacabables, al igual que las sensibilidades abordadas y a las que estas dan pie.
Lee el ensayo en su versión completa en la edición 28 de Ventana Indiscreta (diciembre de 2022).
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