"Memorias de un caracol" (2024): recordar no es volver a vivir
- Mariano Soto
- 27 mar
- 5 Min. de lectura
Adam Elliot y su inconfundible estética regresan con una melancólica crónica sobre los azares e infortunios de la vida que condensa emociones bajo una mirada humanista.
Por Mariano Soto CRÍTICA / CARTELERA COMERCIAL

“¡Las papas!”, grita Pinky (Jackie Weaver), una anciana de peculiar apariencia, justo antes de dar su último suspiro, o después, para ser más precisos. Las palabras expresadas en su lecho de muerte le dan vida a este relato que no le pertenece a ella, sino a Grace (Sarah Snook), quien, en una maniobra digna del mismísimo Ciudadano Kane, le cuenta a su mascota caracol las desventuras de su vida. Así se nos presenta a nuestra protagonista: solitaria, triste y disfrazada de caracol, repasando los pasos que la llevaron hasta donde está, recordando un pasado plagado de desgracia, paradójicamente contradiciendo a su nombre, pero a la vez sometida a la desgracia de recordar.
Tarde o temprano los infortunios llegan y, en este caso, tan temprano que ni siquiera habían nacido. Grace y su hermano gemelo Gilbert (Cody Smit-McPhee) nacieron prematuros, lo que le causó una malformación en el labio a la pequeña, y que, además, acabó con la vida de su madre tras las complicaciones en el parto. Desde muy pequeños se vieron privados de la compañía y el cariño maternal, y quedaron bajo la tutela de un padre alcohólico y parapléjico, quien, si bien no era una mala persona, no podían contar con él para muchas cosas. No tenían a nadie más que a ellos mismos, y eso era más que suficiente. De aquí en adelante, los pequeños son azotados por una seguidilla de calamidades que parecen nunca acabar y, sin embargo, no se emite un juicio porque la vida no siempre es justa. Me resulta inevitable recordar la canción Incomprendido de Ismael Rivera, la cual menciona: “Miro una estrella y deja de brillar/ Toco una flor y se ha de marchitar/ Negra suerte la que me tocó”. Una caprichosa comparación que resalta un interés en el arte de representar a los desdichados.
La relación que se forma entre los hermanos, además de tierna, amorosa y conmovedora, es complementaria, casi literalmente. En algún punto Gilbert tiene que donarle sangre a su hermana para una trasfusión, cosa que acepta sin pensarlo incluso cuando este creía que le costaría la vida. En otra ocasión, después de perder un diente, es Grace quien se lo vuelve a colocar en su lugar. Ella era tímida y él valiente, él un poco más optimista que ella, cada uno tenía lo que al otro le faltaba y esa era su manera de completar su mundo. Incluso, tras una explosión jugando con pirotécnicos, los cuales Gilbert adoraba en una suerte de piromanía, ambos quedan con cicatrices en los brazos, las que, al juntarlas, formaban un rostro sonriente. De esta forma se solidifica su relación, una lo suficientemente fuerte como para resistir entre el acoso, el abandono, los maltratos, burlas y enfermedades. El mundo no era amigable con ellos, pero nada de eso importaba porque se encontraban en sí mismos.

Ante su ausencia, Grace empieza a acercarse a su madre a través de sus gustos e intereses. Ella menciona al inicio de la película que le encantaba sentirse protegida y cómoda en el vientre de su progenitora, del cual fue arrebatada antes de tiempo, así como de la posibilidad de conocer a su mamá. Ella, malacóloga y amante de los caracoles, le heredó el amor y la afición por estos a Grace, quien pudo conocer a su madre gracias a sus recuerdos, su huella en el mundo. A partir de aquí, Grace desarrolla una obsesión por lo caracoles, estos moluscos que pueden esconderse debajo de su caparazón, tal y como ella quisiera hacerlo. De algún modo, aún podía refugiarse en el vientre de su madre, podía sentir que estaba con ella, incluso sin haberla visto. Esta afición la acompaña el resto de su desafortunada vida, así es como obtiene a Sylvia, el caracol a la que le relata su historia, nombrada a partir de Sylvia Plath, la escritora favorita de su madre.
Tras la separación de los hermanos todo empeora. Ambos cayeron en familias adoptivas que no eran buenas para ellos. Los padres de Grace se presentan como una familia de swingers bastante particular, no son malas personas, pero no le prestan atención a Grace, al menos no como le hubiera gustado. La familia de Gilbert es prácticamente una secta, dominada por el fanatismo religioso, desenmascarando la hipocresía y las prácticas abusivas de algunas personas. Ahora deben enfrentarse a la cruda realidad, el azar los llevó a lugares separados y ahora deben sufrir con la ausencia de cada uno, siendo únicamente motivados por la esperanza. Aquí se destaca la virtud del humano como un ser social y la importancia de la conexión, el intercambio, el afecto y la tolerancia. Ambos tienen que vivir este reinicio, conociendo nueva gente, buena y mala, y enfrentando las desgracias que los rodean, inclinándolos a vivir por inercia y solo descansando en sus aspiraciones de volver a verse.
Adam Elliot es conocido por su manera de retrata a personajes aislados, rechazados, extraños y diferentes. Su estilo de animación stop-motion con un acabado desprolijo y hasta algo oscuro refleja muy bien sus intenciones. La película no escapa de sus temáticas e intereses recurrentes, y esta vez se encarga de golpear a sus personajes con la peor de las suertes, llevándolos de desgracia en desgracia. A pesar de esto, no es una cinta que busca la explotación de la miserabilidad, no está intentando encontrar el llanto fácil, mucho menos intenta ser aleccionadora. Elliot observa a sus personajes con cariño y respeto, personas que han sufrido por azares del destino, demostrando que la vida ni es justa ni es mala, pero sin dejar de mencionar que existe la maldad en las personas. Es un filme bastante humanista y considero que tiene una aproximación muy cercana a sus personajes, una mirada que recuerda a la del cineasta finlandés Aki Kaurismäki, quien suele representar a sus personajes con ese mismo respeto y cariño, con un estilo austero y bastante reconocible, y escogiendo un código actoral muy particular y un humor ácido para retratar las desventuras de la vida proletaria sin altanerías ni apelaciones a la miseria. Un cine capaz de caminar junto a sus protagonistas, de tener la paciencia de presentárnoslos como conocidos o amigos, y capaz de evocar las más profundas emociones humanas, ya sea en el frío de Stalingrado o en la habitación de una mujer vestida de caracol en Camberra hecha con plastilina.
La figura de Pinky, con quien arranca esta historia, es importantísima para Grace. Funge como su única amiga, su única acompañante, y resulta curioso, pues conocía mucho de su pasado, pero no de su infancia, y no es hasta el final que puede enterarse. Las papas que menciona al inicio de la cinta hacen referencia al lugar donde tenía enterrada una carta con sus confesiones. Ella, al igual que Grace, es huérfana y su vida estuvo llena de altibajos, y le recalca que aún está a tiempo de vivir sin temores. Al volverse acumuladora, no solo se llenaba de cosas, sino que almacenaba recuerdos y temores, escondiéndose en esa coraza de caracol que tanto deseaba. Los recuerdos, memorias, nuestras cicatrices son las que nos definen, pero volver a las mismas constantemente puede resultar en un encasillamiento. Aquí se traza la nada sutil metáfora del caracol, quienes fisiológicamente no pueden retroceder, pero dejan un trazo por donde pasan. Recordar es parte importante de lo que somos, no se puede comprender la vida sin mirar atrás, pero no se puede vivirla sin ir hacia adelante.
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