16 Festival Al Este: "La cocina" (2024): inmigración, sueños y desesperanza
- Alberto Ríos
- 10 jun
- 3 Min. de lectura
La más reciente cinta del director mexicano Alfonso Ruizpalacios se exhibió en el Festival de Cine Al Este. Cuenta con actuaciones de Raúl Briones, viejo conocido de su cine y Rooney Mara, reconocida actriz estadounidense
Por Alberto Ríos FESTIVALES / FESTIVAL AL ESTE

Presentada en la 16° edición del Festival Al Este, La cocina (2024) es la más reciente cinta del director mexicano Alfonso Ruizpalacios. Con una trayectoria que incluye títulos como Güeros (2014), Museo (2018) y Una película de policías (2021) su filmografía ha explorado la búsqueda de sentido, las fronteras de la realidad y ficción y la identidad. Ahora, el cineasta traslada su mirada a los espacios cerrados y frenéticos de una cocina neoyorquina, para construir un drama sobre migración, precariedad y desesperanza.
La película se sitúa durante la hora punta del almuerzo en The Grill, un restaurante turístico de Nueva York cuya cocina funciona como una maquinaria incesante, sostenida casi en su totalidad por trabajadores inmigrantes indocumentados. En ese espacio cerrado y caótico, donde convergen culturas, lenguas y precariedades, Pedro (Raúl Briones), un joven cocinero mexicano, intenta abrirse paso mientras mantiene una relación ambigua con Julia (Rooney Mara), una camarera estadounidense que se encuentra embarazada del protagonista. La desaparición de dinero en la caja activa un mecanismo de sospecha y control que recae sobre los más vulnerables.
El inicio de la película no se centra ni en Pedro ni en Julia, sino en Estela, una joven mexicana que acaba de llegar a Nueva York. Ella entra por la puerta trasera del restaurante, atraviesa un entramado de pasillos y corredores hasta llegar al corazón del lugar: la cocina. Esta ruta de ingreso, alejada del acceso principal, sugiere que estamos entrando en el reverso del sistema, en una zona oculta para el público. La puesta en escena subraya esa idea con un largo plano secuencia de casi quince minutos.

La cámara flota entre fogones, órdenes gritadas y cuerpos sudorosos, siguiendo trayectorias como quien compone un musical de gritos e injurias. El servicio de almuerzo y cena se transforma en una sinfonía del caos que acumula gritos, choques, gestos mínimos que se repiten, y movimientos sincronizados que apenas logran contener el desastre. Allí, en medio del calor, el ruido y el agotamiento, emergen bromas en múltiples idiomas, insultos recíprocos y peleas entre quienes tienen que sobrevivir ante la fatigante jornada laboral. Ya en El oso (The Bear) hemos visto cómo los espacios de un restaurante pueden convertirse en verdaderos infiernos, pero Ruizpalacios lo lleva a la exageración, a la sátira desmedida y a la máxima deshumanización.
Norteamérica se ha vendido históricamente como la tierra de los sueños, pero La cocina revela con crudeza que, en realidad, es más bien el lugar donde los sueños van a morir. Las promesas de movilidad y progreso se diluyen en la maquinaria frenética de un sistema que exprime hasta el último gramo de energía de quienes no tienen nada más que ofrecer que su cuerpo con la esperanza de una mejor vida. Esa es la tesis principal que ofrece Ruizpalacios, quien no tiene miedo de verbalizarla y reafirmarla. El cuerpo humano se convierte en una máquina bajo la supervisión de los estadounidenses (quienes tienen el mando del restaurante). Aquí nadie se detiene aún ante situaciones tan absurdas como una cocina inundada de gaseosa debido a una fuga en la máquina dispensadora.

Sin embargo, entre tanto ruido, hay momentos de calma. Son pausas marcadas por monólogos sumamente teatrales (la película es una adaptación de la obra escrita por Arnold Wesker) que muestran el miedo y la soledad de quienes migran buscando una vida distinta. En esos instantes, la película deja de lado el caos y busca sumergirse entre la psique de sus personajes. Pero lo hace con una puesta en escena tan preocupada por verse bien, que esas emociones se sienten lejanas, atrapadas en una forma demasiado calculada. Ruizpalacios cae en el vicio de que su film sea tan consciente de su estilo que a veces pierde el contacto con lo humano. Además, esos momentos, como la larga conversación en el descanso entre los diversos inmigrantes que componen el equipo del restaurante, se sienten tan apartados a nivel de ritmo del resto de la obra que se evidencian como pausas. Un interludio antes de que vuelva a estallar la tormenta.
La cocina es un espectáculo desbordado. Su mirada sobre la marginalidad migrante es más teatral que empática, más remarcada que compasiva. Pero quizás eso sea parte del punto, no hay redención en el infierno de The Grill, sólo movimiento, ruido, cuerpos en tránsito. Y al final la revelación de que el tan esperado sueño americano era una ilusión que se pierde en el aire como el humo del fogón.
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