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"El sobreviviente" (2025): el estilo como refugio

En su adaptación de la película homónima de 1987 dirigida por Paul Michael Glaser, Edgar Wright expone inadvertidamente sus límites: cuando la sustancia falta, el estilo deja de ser refugio y se vuelve evidencia de su frivolidad.


Por Felipe Flores    CRÍTICAS / CARTELERA COMERCIAL

"El sobreviviente" (2025). Fuente: Sortiraparis
"El sobreviviente" (2025). Fuente: Sortiraparis

Edgar Wright no tiene nada que probar. A este punto de su carrera, se ha ganado un lugar cómodo como el cineasta pop por excelencia, el director fetiche de la cinefilia que creció entre foros de internet, colecciones de Blu-rays y videoensayos en YouTube. Su cine siempre ha sido tolerado, e incluso celebrado, por su decidido enfoque de estilo (¡vaya estilo!) sobre sustancia que lo posicionó durante años como sucesor natural de Tarantino. Su firma está en el montaje sincopado, en la canción precisa que entra justo cuando tiene que entrar, en esa disposición a dinamitar la gramática del plano clásico con una energía que recuerda al Godard más errático, aunque al servicio de chistes, referencias y persecuciones en vez de manifiestos. Es en ese contexto donde irrumpe The Running Man (2025), su más reciente entrega y adaptación de la novela de Stephen King y remake del clásico protagonizado por Arnold Schwarzenegger — y no precisamente de la mejor manera. En efecto, no es la primera vez que ese arsenal formal se despliega al servicio de una visión ajena — Wright llevó a Scott Pilgrim al estatus de culto con su adaptación live action en 2010 — pero es la primera vez en la que la careta pop deja ver un vacío preocupante. La película se presenta como distopía rabiosa sobre la dictadura del espectáculo y termina siendo la versión más domesticada posible de su propia premisa, un gesto de rebelión de cartón piedra.


Cuando uno conoce la historia del director, solo aumenta el sabor amargo. Una década atrás, Wright se bajó de su propia adaptación de Ant-Man para no diluirse en el house style de Kevin Feige y Marvel Studios — para no convertirse en otro artesano anónimo al servicio de un universo prefabricado. Durante años esa decisión alimentó la fe en él como autor que, dentro del juego industrial, era capaz de defender su singularidad. The Running Man llega como encargo de alto perfil, con el respaldo de Stephen King, la presencia de Glen Powell recién investido por el sistema como heredero de Tom Cruise y el aura de proyecto soñado que por fin le permitiría combinar acción, sátira y comentario social — algo que, para bien o para mal, había estado ausente de su filmografía hasta ahora. Lamentablemente, el producto final se parece demasiado al peor escenario que muchos temían para el director. No es tanto el fracaso de una adaptación como el de un imaginario que parecía más subversivo de lo que realmente era. Aquí la energía de Wright se pliega sin demasiada resistencia al molde de la IP, hasta el punto de que, por gran parte del recorrido, uno podría olvidar que está viendo una película suya.


"El sobreviviente" (2'25). Fuente: Letterboxd
"El sobreviviente" (2'25). Fuente: Letterboxd

El mundo que propone el film es, en apariencia, el terreno ideal para una lectura materialista sin contemplaciones. No hay aquí un Estado neutral que se desvió, sino la dictadura hipervigilante del capital que Orwell no se atrevió a escribir. Una red de entretenimiento — Network — gobierna de facto, convierte la precariedad en contenido y administra la violencia como si fuese un catálogo de programas. Estados Unidos es un país agotado, desigual, donde la mayoría vive en barrios deshechos y enfermos mientras una minoría se refugia detrás de pantallas gigantes. Sin más, es un paradigma no muy distante al orden actual existente. El protagonista, Ben Richards, no es el psicópata que la propaganda del show titular vende, sino un obrero despedido, vetado por insubordinación y llevado al límite por un sistema sanitario que condena a su hija enferma a la muerte lenta si no se paga el tratamiento. Esa coerción económica lo empuja a la competencia: una cacería televisada donde, durante treinta días, un trío de desesperados se convierte en presa para cazadores profesionales y en espectáculo para millones. En el mes que dura la cacería, los participantes son pintados como peligrosos delincuentes que hay que eliminar, y los televidentes son premiados por la Network al reportarlos. La película define con bastante claridad esa pirámide. Arriba, la alianza entre dinero, policía y medios. En el medio, una masa sedada que consume la violencia como entretenimiento y reafirmación moral. Abajo, cuerpos descartables que solo se vuelven visibles cuando pueden ser sacrificados en horario estelar.


Con un presupuesto que multiplica por cinco lo que Wright manejaba en los días de la Cornetto Trilogy, unos ciento diez millones que se notan en cada decorado, pareciera que el director tuviera por fin carta blanca para llevar su imaginación visual al extremo. El problema es que la visión nunca termina de ser suya. Las persecuciones son competentes, claras, de ritmo sostenido, pero nunca ofrecen algo que no se haya visto antes en el menú del blockbuster contemporáneo. La acción es lo suficientemente entretenida como para mantener los ojos pegados a la pantalla, pero sin esa sensación de invención constante que tenían incluso las escenas más ridículas de Shaun of the Dead (2004) o Hot Fuzz (2007), ni qué decir de la euforia contenida de Baby Driver (2017). Su famoso montaje hipercargado apenas se asoma en ráfagas en algún gag de sonido sincronizado o alguna transición ingeniosa que dispara una pequeña descarga fugaz de placer cinéfilo. Es un placer culposo, porque cada destello de ese Wright juguetón funciona como recordatorio de lo que podría haber sido la película si se hubiera construido desde sus obsesiones y no desde un dossier de marca.


"El sobreviviente" (2025). Fuente: IMDB
"El sobreviviente" (2025). Fuente: IMDB

Ahora, cuando uno abandona la superficie y mira la lógica interna de la sociedad planteada, la película se vuelve todavía más reveladora. La estructura de clases es brutal. La Network concentra no solo los medios, sino también el trabajo, la seguridad y la justicia. La fábrica ya no es el centro del orden social, el estudio de televisión la ha sustituido como espacio privilegiado de producción. La fuerza de trabajo descartada se recicla en materia prima de un espectáculo sanguinario y en residuo humano que alimenta la narrativa del enemigo interno. Ben Richards es un ejemplo perfecto de proletario convertido a la fuerza en lumpen en el relato oficial. Un trabajador no politizado que fue atrapado conspirando con el sindicato, castigado y vetado por una combinación de desobediencia y conciencia mínima de su propia posición, termina etiquetado como criminal peligroso. El programa se encarga de cerrar el círculo. Sus cámaras lo siguen, sus editores manipulan cada gesto, sus guionistas fabrican un pasado inexistente que lo vuelve inaceptable para la sociedad decente. Se introduce incluso la figura de videos deepfake para desacreditarlo aún más, algo que obviamente remite a lo que hoy ocurre con las imágenes generadas por inteligencia artificial.


Ahí la película roza un tema decisivo del presente. Las imágenes sintéticas ya no son ciencia ficción, son herramienta cotidiana de poder. Sin embargo, cuando la película podría detenerse a pensar esta mutación, parece tener miedo de nombrarla. El dispositivo que sostiene todo el engaño queda flotando, nunca se explica quién lo controla, con qué tecnología opera, cuál es la lógica que lo gobierna. No se pide un tratado, basta una línea que reconozca que el terror ya no es solo físico, sino también algorítmico. Esa omisión no vuelve el asunto más inquietante, sino que desnuda un error de escritura que cuesta ignorar. La herramienta central de la propaganda del régimen aparece como un truco de guion y se esfuma cuando conviene. Algo parecido ocurre con los innumerables huecos narrativos y decisiones arbitrarias. El espectador puede sentarse a señalar la cantidad de inconsistencias y personajes secundarios subdesarrollados en pantalla, pero lo que más ruido hace no es el detalle puntual, sino la fragilidad del mensaje. El film se vende como fábula demoledora contra la cultura del reality y termina disparando contra un blanco viejo, cómodo, genérico, que libera a las fuerzas que realmente organizan la vida contemporánea. Ataca al espectáculo televisivo pero apenas roza el papel de las plataformas digitales, los sistemas de puntuación, los circuitos de viralidad que hoy regulan la existencia de millones. En lugar de desnudar la lógica completa del capital en su fase hipermediatizada, se queda en el chivo expiatorio familiar del show de televisión cruel.


"El sobreviviente" (2025). Fuente: IMDB
"El sobreviviente" (2025). Fuente: IMDB

En ese paisaje, las figuras humanas podrían ser el lugar donde se condense una crítica más aguda. Glen Powell llega aquí después de haber sido ungido como el último gran héroe de acción, apadrinado por Tom Cruise y bendecido por el éxito de Top Gun: Maverick (2022). En Hit Man (2024), su segunda colaboración con Richard Linklater (aquella vez también en el guion), había demostrado una elasticidad curiosa: la capacidad de convertirse en camaleón que se esconde detrás de identidades falsas y pelucas ridículas. En pantalla, Powell se mostró como un cuerpo de estrella dispuesto a ensuciarse y moldearse en un sinfín de maneras. En la campaña de prensa para The Running Man, Wright reveló que fue ese proyecto el que le aseguró el rol a Powell. Efectivamente, parece querer recuperar algo de esa flexibilidad con el motivo de los disfraces, heredado de la novela, pero lo usa como adorno pasajero. El protagonista se camufla, juega a ser otro, se desliza momentáneamente fuera del radar, pero la película abandona ese eje cuando llega la hora de entregarse a la acción pura. Lo que queda es un intento de moldearlo como una especie de Harrison Ford contemporáneo, siempre gruñón y cansado, pero con el suficiente filo y encanto para venderse en el exigente mercado de 2025: un Rick Deckard que cambia el vaso de whisky por la hierba para aguantar. El gran problema es que el diálogo que le toca decir tiene textura de eslogan. Hay escenas cargadas de rabia que desembocan en líneas que parecen escritas para el tráiler, frases de tipo duro que no dialogan con la vulnerabilidad de un obrero que necesita salvar a su hija infante de la muerte segura. Powell pone el cuerpo, corre, sangra, aguanta primeros planos de humillación, pero su personaje nunca termina de existir como sujeto concreto; es un envase al que el sistema industrial quiere llenar con la etiqueta de nueva gran estrella.


El otro gran eje interpretativo lo ocupa Michael Cera. Hijo de un “buen policía” al que mataron por negarse a colaborar con el nuevo orden, su personaje encarna el resentimiento político convertido en performance. Su pasado le da una coartada trágica, pero su presente lo delata como militante sin brújula. Quiere tumbar el sistema sin tener la menor idea de qué hacer con las ruinas, se excita con la perspectiva del caos y la clandestinidad, vive la revolución como aventura personal. La película lo presenta como aliado potencial de Ben, pero pronto deja claro que no comparten horizonte. Donde el protagonista encarna una experiencia de clase concreta, el joven insurgente ocupa el lugar del radicalismo fetichista, ese que confunde intensidad con transformación. La escena en la que pone al mismo nivel tradiciones políticas que en la historia real se han enfrentado a muerte, el comunismo y el anarquismo, tratándolas como estéticas intercambiables, es casi un lapsus filmado. Para él, la diferencia entre una organización centralizada de la clase trabajadora y un rechazo absoluto a toda forma de Estado se resuelve en logos, colores, parches en la chaqueta. No son proyectos incompatibles, son outfits. El momento pretende ser gracioso, pero lo que revela es descarnado. La política se ha convertido para este personaje en un catálogo de marcas identitarias que se pueden mezclar según la vibra del día.


"El sobreviviente" (2025). Fuente: The Hollywood Reporter
"El sobreviviente" (2025). Fuente: The Hollywood Reporter

La sospecha inevitable es que esa figura funciona, aunque sea de forma inconsciente, como espejo deformado del propio director. Wright es, al fin y al cabo, un hijo díscolo de la cultura pop, criado en el interior de la industria, que siempre pudo presentarse como alternativo sin dejar de ser un engranaje rentable, ahora jugando a la insurrección en un terreno perfectamente asegurado por el propio sistema. El personaje de Cera encarna al militante que se cree peligroso porque grita más fuerte o elige símbolos más extremos, sin advertir que su falta de programa concreto lo vuelve perfectamente inocuo. La película entera, con su furia controlada contra el espectáculo, se le parece demasiado. Hay rabia, desde luego, pero es una rabia que jamás cuestiona las relaciones de producción que sostienen ese mundo, que jamás se anima a pensar en la conquista del poder, que jamás se pregunta qué formas de organización serían necesarias para romper la maquinaria. La violencia queda encapsulada en el juego televisivo, la resistencia se limita a sabotear emisiones y a revelar montajes fraudulentos. No hay una sola imagen de construcción alternativa, solo destripamiento catártico del orden existente para que la sala aplauda y salga reconfortada en su indignación pasajera.


Todo esto hace que The Running Man se lea como un momento decisivo en la obra de Edgar Wright. Por primera vez su estilo no tiene dónde esconderse. Cuando la comedia se apoyaba en zombies, pubs ingleses o parodias policiales, el desequilibrio entre forma y fondo podía parecer un gesto consciente de irreverencia. Aquí, en un relato que habla de una sociedad organizada en torno a la explotación de los de abajo y de la conversión de sus vidas en mercancía, esa distancia se vuelve indecorosa. La película, sin proponérselo, exhibe los límites de un proyecto que siempre estuvo más cómodo decorando géneros que interrogando estructuras. La dictadura del capital que retrata se parece demasiado a la realidad como para permitirse el lujo de la frivolidad. Sin embargo, el film opta una y otra vez por lo seguro, por el guiño, por la persecución bien montada, por el monólogo inflamado que no lleva a nada. Es un espectáculo agradable sobre lo monstruoso del espectáculo. Y es esa contradicción la que termina pesando más que cualquier fallo puntual de coherencia espacial o de verosimilitud tecnológica.


Al final lo que queda es una sensación de oportunidad perdida. Hay imágenes que funcionan, hay momentos donde la maquinaria pop de Wright sigue produciendo chispas de placer, hay planos de cuerpos exhaustos huyendo por pasillos interminables que todavía condensan una verdad simple sobre la vida bajo la amenaza constante. Pero el conjunto no tiene nervio. El mundo que construye, esa dictadura hipervigilante en la que las vidas prescindibles son arrojadas a un circuito de muerte televisado, merecía una película menos sumisa. The Running Man termina siendo el retrato involuntario de un artista que se acostumbró tanto a jugar con los códigos del sistema que ya no sabe cómo salirse de ellos. En vez de filmar una revuelta, filma el simulacro de una revuelta entretenida. En vez de dinamitar la farsa, ayuda a reforzarla con imágenes vistosas. Ojalá, después de este tropezón, Wright recuerde que el estilo, por brillante que sea, no basta cuando lo que tiene delante es un mundo que se derrumba sobre los mismos que su cámara convierte en espectáculo.




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