29FCL: “El diablo fuma (y guarda las cabezas de los cerillos quemados en la misma caja)” (2025): el demonio está en los detalles
- Mariano Soto
- hace 3 horas
- 5 Min. de lectura
La sorprendente ópera prima de Ernesto Martínez Bucio muestra un tierno y fragmentado relato sobre un grupo de niños descuidados en su propio hogar, añadiéndole toques de terror y fantasía a un drama bastante cercano y lleno de humanidad.
Por Mariano Soto FESTIVALES / FESTIVAL DE CINE DE LIMA

La cinta empieza con un collage compuesto por fotos recortadas y dibujos, una especie de árbol genealógico que no parece tener una forma exacta, pues la cámara se centra en el detalle y filma desde muy cerca los elementos. Se anuncia, entonces, una gran figura, un rompecabezas incompleto, dejando entrever en los detalles un misterio, la figura faltante o, mejor dicho, la figura terminada. De las manualidades, el director Martínez Bucio salta a la cotidianidad, dejando en claro el tono alternante entre lo real y lo fantasioso, mostrando el punto de partida, un padre, sus hijos y una madre que parece encontrarse solo en recuerdos. La cámara cercana, enfática en el detalle y la sensorialidad, captura la esencia de este filme en los rostros de los pequeños.
La repentina desaparición de su madre y la partida de su padre en su búsqueda deja a los cinco pequeños hermanos en custodia provisional de su abuela, quien muestra síntomas de esquizofrenia y, en realidad, no puede hacer demasiado por su cuidado. La inclusión de estos elementos coloca la cinta en un territorio con aromas al cine de Hirokazu Kore-eda, en películas como Nadie Sabe (Nobody Knows, 2004) o Nuestra pequeña hermana (Our Litlle Sister, 2015), en donde se desarrolla la relación entre los niños abordando desde la ternura y la inocencia, apuntando a la formación de pequeñas jerarquías entre los hermanos mayores y menores, y la complicidad en sus travesuras, juegos y curiosidades. La cámara intrusiva, mas no invasiva, permite adentrarse en las paredes de la casa y centrarse en las emociones por las que pasan los hermanos sin necesidad de apoyarse en elementos efectistas, sino centrándose en la ternura propia de la edad.

Quien interrumpe el ambiente naturalista es la abuela y sus delirios, fungiendo como umbral entre lo real y lo fantástico, y dándole entrada, incluso, al terror. Es ella quien les cuenta a sus nietos sobre el diablo, además de ser quien exagera cada pequeño sonido, movimiento o amenaza, lo cual, desde la perspectiva de los niños, es mucho más grande de lo que realmente es. Así, la figura del diablo es difundida en forma de chisme o secreto entre los hermanos, lo que desata una curiosidad inocente que se suma al deseo por volver a ver sus padres, ahora sumada a una presencia que observa sin realmente estar ahí. Para lograr esto, el director se aproxima de una forma que remite al cine de Lila Avilés (Tótem, 2023), Carla Simón (Estiu 1993, 2017) o Dominga Sotomayor (De jueves a domingo, 2012), por nombrar algunos ejemplos contemporáneos, la revelación de los hechos desde la perspectiva de los niños, la aventura hacia lo desconocido que parte desde la más pura de las miradas y que con el correr de los minutos del filme, se puede llegar a corromper. La ingenua mirada que ofrece la infancia permite que tanto los elementos realistas, naturales, como los oníricos y fantásticos cobren una mayor relevancia, se eleva su significado, el espectador puede descubrir a la vez que los personajes este mundo extraño en el que son abandonados, dejados a la deriva. La ausencia de un personaje principal le brinda agilidad al constante descubrimiento, el carácter coral de la cinta aprovecha la diferencia de edad entre los hermanos para mostrar una perspectiva distinta para cada situación y su forma de afrontarlo. La fragmentación de la familia, de la historia y hasta del formato se traslada a la de los personajes, y se evidencia bastante bien en la escena en la que los hermanos inventan una suerte de guion para la entrevista de los agentes servicios sociales, quienes finalmente podrían separarlos. Sin embargo, los saltos pueden llegar a marear, la repetición excesiva del recurso hace que la cinta, por momentos, dispersa e inconexa.

En ese mismo sentido, la fragmentación se evidencia en el formato, como mencioné, y salta de su estética lúgubre y añeja, que asemeja incluso al de un recuerdo, a la simulación de material de archivo en videocámara, e incluso la presencia de fotografías y las mencionadas manualidades del inicio. Los clips aparecen como un pegamento que busca llenar los vacíos, las ausencias paternales con memorias. En todos los videos aparecen disfrutando y relacionándose como familia, dejando espacio para la ternura infantil y la fraternidad; sin embargo, en esa casa, el diablo siempre está presente, por lo que no escatima mostrar los momentos en que las cosas no todo era color de rosas. Los arrebatos, los colapsos y el llanto también forman parte de la cotidianidad de las familias, y esta no es la excepción. La videocámara funge como testigo ocular, con un rol neutral y su tarea de capturar la realidad, aunque no solo se limite a esto. Estos fragmentos parecen ser rebobinados, manipulados por alguien más, incluso podría tratarse del mismo demonio que habita que en esa casa, aunque no parece quedar totalmente claro. De nuevo, el pecado del director radica en los excesos de algunos recursos, pero sus aciertos yacen en el atrevimiento y el compromiso con una estética que se extiende a lo largo de la cinta.
De algún modo, la casa pasa a ser una especie de fortaleza, de castillo, en el que la abuela cumple un rol de consejera, un oráculo que revela los secretos, y a la vez, un guardián que no opone demasiada resistencia. El deseo de los pequeños, claramente, es volver a ver sus padres, y la morada, tapada con periódicos e incluso llegando a quedar en completa oscuridad, se empieza a volver a una prisión. Emergen, entonces, las imposibilidades, el cada vez más lejano reencuentro con sus padres, la incapacidad de salir y buscarlos, pero también la de recrearse, poder vivir más allá de lo que encuentran ahí. Ante ello, el director nos regala secuencias que podrían tratarse de alguna cinta de criminales escapando de una cárcel, en donde los niños engañan a la abuela para conseguir la llave y salir a jugar, situación que escala rápidamente tras la intervención de los vecinos metiches que su pariente tanto mencionaba que eviten, lo que termina con la muerte de su perro. Del mismo modo, aquel agujero, ese ladrillo ausente en una de las paredes traseras de la vivienda, contiene el anhelo por escapar, y sirve como una ruta, un espacio para salir y cobrar venganza por la muerte del animal.

La ausencia trae consigo responsabilidades, y esta misma somete a los niños a enfrentarse al duelo, la paranoia de sentirse observado, invadido, el miedo a separarse, ahora mismo lo único que les queda son ellos mismos. En poco tiempo, empiezan a vivir una vida entera sin siquiera darse cuenta. La sutileza con la que la cámara se acerca a los pequeños encuentra un delicado retrato de la incertidumbre, una puerta entre la desesperanza y la unión familiar, incluyendo a la abuela y al hogar mismo. La cinta, compuesta de detalles, finalmente revela la imagen completa, el dibujo, los retazos que componen esa familia siendo observados por el mismo diablo. En una escena catártica, los hermanos se desprenden de lo que más quieren, y finalmente, el más pequeño se esconde para rezar a la vuelta de sus padres, pero en este íntimo y tierno relato coral de niños que conviven con la ausencia, Martínez Bucio muestra que, en ocasiones, Dios está tan lejos que no queda otro remedio que rezarle al diablo.
Comments