Es una de las películas más extrañas e intensas de la última edición del Festival Lima Alterna. Estamos ante una película austriaca de pesadilla distópica, slapstick y sexualidad lisérgica tratada como parte de una búsqueda experimental.
Por Gustavo Vegas Aguinaga FESTIVALES / FESTIVAL LIMA ALTERNA
La más reciente cinta del austriaco Norbert Pfaffenbichler, 2551.02 – The Orgy of the Damned (2023), es una continuación igual de oscura a la anterior 2551.01 – The Kid (2021) y narra un nuevo capítulo en la vida del protagonista enmascarado y el mencionado niño. Este último, tras haber sido capturado por una organización oscura y secreta es puesto bajo un entrenamiento militar sin mucho éxito; mientras, el chico con máscara de chimpancé cuelga anuncios buscándolo. Así abre la cinta, con una persecución casi caricaturesca donde uno corre por un lado y los demás por otro hasta que se dan cuenta y regresan. Es pronunciada la influencia de la comedia slapstick y sobre todo de Charles Chaplin (resulta obvio si se considera el anterior título del autor y la premisa en la que un hombre errante encuentra a un niño y se encariña).
Sin embargo, Pfaffenbichler se distancia de la ternura silente de Chaplin y tal como avanza la historia, el protagonista se adentra también en este mundo subterráneo que opera muy lejos de la ley, así como de todo código mural y atisbo de pudor alguno. Nada se censura, nada se reprime. Hay lugar para cualquier tipo de fantasía, por más radical y sórdida que sea. Esta oscuridad se refleja en el tratamiento visual: una continua clave baja que alterna estas sombras con secuencias donde la luz es intensamente roja, azul, verde, morada y amarilla. Esta última, por ejemplo, se muestra en la escena del club de pelea al que el protagonista se inscribe, en una clarísima referencia a la parte de boxeo mostrada en Luces de Ciudad (1931) del mentado Chaplin.
Las secuencias cómicas y las de acción y pelea, dotadas de un parpadeo intenso, música y un montaje veloz, son alternadas de golpe con las escenas donde el niño (cuya apariencia recuerda al pequeño enmascarado de El Orfanato, la cinta de terror española dirigida por J.A. Bayona en 2007) falla en cada ejercicio marcial, lo maltratan e incluso es rechazado por sus compañeros; una suerte de pequeño Gomer Pyle de Nacido para matar (1987) de Stanley Kubrick. En simultáneo, el protagonista se embelesa por una chica enmascarada que lo vence en la pelea y le roba. Es en su decisión de seguirla que descubre este sitio rojo a más no poder donde se desatan todos los deseos, la violencia y más. (¿simbolizan los pasillos rojos el interior de un cuerpo? ¿El pecado enrojecido en los subterráneos es una alegoría al infierno?).
Esta parte de la cinta es la que le otorga su título. Una sexualidad desbordada y abundante se apodera de la pantalla y de todo lo que el protagonista ve. Pfaffenbichler propone una mirada sin tapujos sobre lo más siniestro de las personas en relación con las posibilidades que ofrecen los cuerpos, en un lugar donde no hay ley ni límites, donde lo único prohibido es la prohibición misma. Nadie habla, solo fornican. En esta otra propuesta directoral se construye uno de los aspectos más llamativos de la cinta: es “muda”. No hay diálogos y tampoco logramos ver expresiones faciales pues todos cubren sus rostros. Hay cierto secretismo y misticismo en esta suerte de Sodoma oculta y ‘pasolinesca’: todos los cuerpos contra y entre todos.
El realizador austriaco no escatima en violencia ni por tratarse de bebés: en su breve Odessa Crash Test (Notes on Film 09) del 2014 recreó la famosa escena de El acorazado Potemkin de Sergei Eisenstein de 1925, pero esta vez el bebé sí cae al piso. Es entonces que en el lugar más sombrío, morboso y miserable, lleno de violencia, mierda, drogas, alcohol, sangre, sudor, semen, penes, vaginas y torturas, también hay fetos abortados en el lodo, vómito, hombres, mujeres y más bañadas en fluidos, zoofilia, autolesión, fanfarria, robos, máscaras, vagabundos, ojos masturbables y masturbados, robots penetradores y robots pasivos, vulvas estomacales (en un claro guiño a Videodrome, 1983, de David Cronenberg), femme fatales cyberpunks, calabozos sexuales, penes de goma, porno en kinetoscopio, sexo a mano armada y muchas más formas de desenfreno; sin embargo, dentro de todo esto hay espacio todavía y siempre para la ternura, la humanidad y el amor.
Queda aún una leve ventana para el slapstick chaplinesco y sus referencias, un disparo godardiano al ritmo de la clásica Nessun Dorma, para un antro lynchiano (con mayor precisión: blue-velvetiano), para la comedia, el juego de luces, el gusto por el metal (físico y musical) y para el último placer: la orgía de los condenados. Es así como se ve el encuentro sexual entre el protagonista y la chica de la cual se enamora: un encuentro entre otros cuerpos que se asemejan al averno. El sexo como mezcla y repetición: la reiteración del acto montado una y otra vez entre planos que se funden. Qué les queda si no acostarse unos con otros ese infierno fogoso del cual aparentemente no escaparán. Ahí está el ojo y la mano de Pfaffenbichler: este mundo distópico, abandonado y grotesco con leves soplidos de esperanza y luminosidad no es otro que no sea el nuestro. ¿Estamos todos condenados?
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