La película de Walter Salles, que ganó el Óscar a Mejor película extranjera, es una exploración sobria y contenida sobre la ausencia y la persistencia del recuerdo
Por Alberto Ríos CRÍTICA / CARTELERA COMERCIAL

El cine ha funcionado como un archivo de la memoria. Cintas como La historia oficial (Luis Puenzo, 1985) o Post mortem (Pablo Larraín, 2010) han retratado la violencia de las dictaduras desde la reconstrucción de los vestigios de la violencia. En Aún estoy aquí (Ainda Estou Aqui ), Walter Salles, director de películas como Estación Central (1998) o Diarios de Motocicleta (2004), construye un relato donde la violencia institucional se entrelazan con la historia personal de una mujer marcada por la ausencia.
La familia Paiva, compuesta por Rubens (Selton Mello), Eunice (Fernanda Torres) y sus cinco hijos, disfruta de una vida armoniosa en Río de Janeiro hasta que Rubens, exdiputado, es arrestado y desaparecido por las fuerzas militares. Eunice, ama de casa, dedicará su vida a la búsqueda de su esposo desaparecido durante la dictadura brasileña, al mismo tiempo que intenta cuidar de su familia.
Desde sus primeras escenas, la película establece un contraste entre la calidez del hogar familiar y la fría realidad política de la época. La cinta abre con la familia disfrutando de un día familiar en la playa. Una cámara en mano sigue a los niños en sus juegos. La realidad parece normal para ellos, no tienen conocimiento de lo que sucede a su alrededor. Es un ambiente donde las reuniones familiares, la música y la camaradería enmascaran preocupaciones latentes de los adultos por la situación política. Rubens mantiene actividades discretas que incluyen llamadas a altas horas de la noche y la entrega de sobres a visitantes desconocidos. La actividad militar aparece sobre todo en los camiones que pasan cerca de la playa y en algunos retenes de vehículos.
En la primera hora de metraje, Salles pareciera buscar sobre todo retratar una época en Río de Janeiro. Vera, la hija mayor, documenta con su cámara Super-8 momentos que se convierten en ventanas a la década de 1970: los pasos a la playa, las salidas familiares, los paseos en coche y los cumpleaños. Todo queda registrado por la pequeña cámara. Será a partir de imágenes de la misma proyectadas en la pared, muchos años más tarde, que Eunice podrá reconstruir fragmentos de su pasado junto a Rubens. Cuando él desaparece, el tono de la película cambia y deja su tratamiento jovial para convertirse en un drama de tintes más políticos.

El peligro que parecía lejano se hace ineludible cuando Rubens es arrestado por fuerzas represivas que irrumpen en su hogar no con una violencia estridente, sino con la frialdad de lo inevitable. La escena de su secuestro está filmada sin sobresaltos; los niños siguen su rutina, ajenos a la tragedia que se desarrolla a su alrededor, mientras los agentes, incómodos en su papel, intentan suavizar la situación con promesas falsas. Rubens abraza a cada miembro de su familia prometiendo que volverá pronto, pero sabiendo que se trata de una despedida.
La actuación de Fernanda Torres es el eje sobre el que gira la película. En un papel de contención absoluta, la actriz encarna a una mujer que, lejos de los arrebatos emocionales, sostiene su dolor en pequeños gestos: una leve contracción de los labios, una mirada prolongada sobre una fotografía, el temblor casi imperceptible de una mano al firmar un documento. Su interpretación, alejada del melodrama, amplifica el peso del duelo, convirtiendo cada escena en un ejercicio de resistencia emocional. Nunca grita, nunca llora, nunca termina de explotar. Tiene una obligación para con su familia. Quiere saber cuál es el paradero de su marido, pero también debe velar por su familia.
La película evita el sensacionalismo. No hay reconstrucciones explícitas de la violencia, pero sí de sus consecuencias: un lugar vacío en la mesa. La dictadura se manifiesta en los silencios, en los espacios ausentes, en los rostros de quienes esperan una respuesta que nunca llega. Aun así, la película pierde la fuerza presentada en la primera mitad. Luego de una aterradora escena de interrogación, la película cae en lo obvio, en los lugares comunes y termina perdiendo ritmo ante una situación que se alarga.
Cerca del final, la hija menor contempla la casa vacía que se quedará esperando a alguien que no va a llegar luego de que la familia se muda. El peso de entender lo que significa ese abandono y el viaje en el carro que inicia una nueva etapa para los Paiva está sumamente bien logrado. Lamentablemente, Salles cae en dos epílogos que subrayan su mensaje, evidencian el texto y hacen perder aún más fuelle a la película.
En su apuesta por la observación, el director brasileño nos entrega una obra donde la memoria se materializa en imágenes y donde la ausencia se convierte en la verdadera protagonista. Es una película contenida, pero de un peso emocional e histórico innegable, pero que por querer remarcar sus ideas termina haciendo que las mismas pierdan fuerza en la pantalla.
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