"After The Hunt" (2025) y la cultura de la cancelación.
- Felipe Flores
- hace 2 minutos
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El cineasta italiano Luca Guadagnino dirige un drama tenso y elegante que mira menos al monstruo aislado que al ecosistema que lo protege, lo castiga o lo recicla según convenga.
Por Felipe Flores CRÍTICAS / PRIME VIDEO

En After the Hunt (2025), Luca Guadagnino arranca con un gesto que no se puede leer como inocente. Los créditos negros con tipografía a la Woody Allen, acompañados de un jazz standard, invocan de inmediato al fantasma de un cineasta cuya figura pública está marcada por acusaciones que nunca han abandonado la conversación. El guiño no solo ubica la película en una cierta tradición de comedia dramática intelectual, sino que también plantea de entrada la pregunta que la recorre entera: ¿cómo es que se administran el deseo, el abuso de poder y la culpa en las élites intelectuales para conservar intacto su andamiaje institucional?
La trama es sencilla en apariencia. Alma, profesora de filosofía en Yale, vive un momento de prestigio cómodo mientras espera la ansiada permanencia institucional, o tenure. Hank, colega y amigo, comparte con ella ese horizonte y esa burbuja de privilegio. Maggie, la estudiante y discípula preferida de Alma, acusa a Hank de agresión sexual después de una velada en la que los límites entre mentores y alumnos se disuelven en alcohol, chistes y confianzas mal medidas. El escándalo desata comités, artículos, filtraciones y maniobras, pero Guadagnino se interesa menos por el expediente que por lo que el caso revela de la economía moral y material del mundo de la academia.

Efectivamente, el campus universitario no es solo un escenario vistoso lleno de bibliotecas y cócteles, sino que aparece como un aparato de reproducción de clase que administra reputaciones con la misma frialdad con la que gestiona becas, plazas y donaciones. La llamada cultura de la cancelación se muestra como un régimen específico de gestión de riesgo en ese ecosistema; no es un linchamiento abstracto en redes sociales, sino una negociación minuciosa entre departamentos y abogados. Hank pierde su puesto en cuestión de horas y queda marcado, pero el sistema no se resquebraja, simplemente sacrifica una pieza para dar la impresión de que funciona. La institución preserva su brillo mientras decide, según la posición de cada quien, quién es prescindible y quién puede reciclar su culpa en forma de prestigio.
Ahí aparece la figura más interesante de la película, que no es el profesor acusado sino Alma. Ella arrastra una culpa de juventud, una denuncia fabricada contra un hombre que acabó suicidándose, episodio que el relato presenta como un trauma ambiguo, mitad víctima mitad victimaria, introducido casi como giro de tuerca tardío. El nuevo caso la obliga a confrontar dos lealtades: la solidaridad corporativa y amical con su colega, y la necesidad de ajustarse a un clima político que demanda posiciones firmes frente a la violencia sexual. Lo decisivo es que, al final, Alma transforma su propia historia en mercancía simbólica. Escribe un ensayo confesional, lo publica, se convierte en figura respetada por haber expiado públicamente su pecado y termina ascendiendo a decana años después. La culpa, lejos de expulsarla del sistema, se transforma en capital. Lo que en teoría es un gesto de reparación se revela como una operación de reciclaje dentro del mismo circuito de poder.

La figura de Maggie queda situada en un punto todavía más complejo. La película subraya su vulnerabilidad como mujer joven, negra y lesbiana, pero también el hecho de que proviene de una familia adinerada, con padres donantes a su casa de estudios y una red que le permite sostener el conflicto sin temor inmediato a la precariedad. Es una militante segura de su discurso en público, armada de consignas, capaz de lanzar frases como ese “aren’t I owed this?” que condensa un sentimiento de derecho adquirido que la película deja flotando en el aire, casi sin interrogar. ¿Qué exactamente se le debe, y quién se lo debe? Ahí asoma una figura muy precisa del progresismo contemporáneo, que convierte la justicia en lenguaje de deuda moral sin preguntarse del todo quién paga esa factura y con qué recursos. Sus contradicciones condensan un clima político que se juega en el plano de la retórica y el posicionamiento, muchas veces desconectado de la realidad material de quienes no pertenecen a ese mundo protegido. El sistema termina por absorber incluso ese gesto, incorporándolo a su narrativa de tolerancia y debate.
De ahí que After the Hunt fascine y frustre tanto en simultáneo. Guadagnino tiene el coraje de entrar a una zona en la que buena parte del cine y la cultura popular prefiere el consuelo de los relatos edificantes y los bandos claros. No se pliega al mantra automático de creerle primero y siempre a la víctima, pero tampoco le concede a Hank una inocencia que borre el daño, sino todo lo contrario. La última escena que comparte con Alma es de los momentos más tensos de la película y deja más dudas que certezas frente al misterio que detona la trama. El film se mueve en esa franja incierta donde las versiones no encajan del todo y donde el poder no circula de forma lineal. La universidad protege su marca, los profesores protegen su carrera, los estudiantes protegen su futuro y, en medio, la verdad se vuelve una materia resinosa, maleable, sometida a intereses cruzados. Esa lucidez para registrar cómo se negocia el sentido en los pasillos del prestigio es uno de los grandes logros de la película.

El límite aparece cuando esa ambigüedad se convierte en refugio. Guadagnino ha repetido en entrevistas que no buscaba hacer un manifiesto, que su objetivo era plantear preguntas, no dictar respuestas. La película honra esa intención, pero a la vez queda atrapada en ella. A diferencia de Tár (2022), que trabajaba la ambivalencia psicológica de su protagonista sin dejar dudas sobre la relación de poder que explotaba, After the Hunt insiste tanto en no fijar una postura que termina rozando el relativismo. El espectador sale con la sensación de haber asistido a un complejo ballet de conciencias en conflicto, pero no necesariamente con una idea clara de cuál es, en última instancia, la posición de la película frente a las estructuras que permiten la impunidad o la reparación.
La sombra de Woody Allen solo refuerza esa tensión. Los créditos iniciales con la inconfundible tipografía Windsor Light Condensed no son una anomalía ni un guiño casual, sino la primera señal de que Guadagnino se dispone a habitar una gramática ajena. La elección de situar la historia en un universo de intelectuales acomodados — departamentos amplios, restaurantes caros, cócteles donde se discute filosofía, política y arte como si fueran deportes de salón — reproduce deliberadamente el ecosistema alleniano, en un ejercicio de mímesis que la película asume sin pudor. El propio Guadagnino ha reconocido en ruedas de prensa la influencia del ciclo de Allen de finales de los ochenta, en especial de esas películas donde la pregunta central no es qué es lo correcto, sino cómo seguir viviendo con uno mismo después de haber hecho algo irreparable. Alma es, en muchos sentidos, heredera de la profesora de Another Woman (1988), mujer que ha construido su identidad sobre una carrera impecable y un matrimonio funcional, hasta que una serie de encuentros la obliga a escuchar lo que prefería no oír. La diferencia es que aquí ese despertar íntimo está indisolublemente ligado a una dimensión pública y mediática muy contemporánea, donde cualquier examen de conciencia está condicionado por su posible valor de mercado.

En el plano formal, la película es de una coherencia admirable. Malik Hassan Sayeed, director de fotografía retirado, vuelve al largometraje con una apuesta radical por el celuloide y por la restricción, rodando casi todo con una única lente de treinta y cinco milímetros para construir un mundo de sombras y medias tintas donde el secreto parece tener peso físico. Desde esa aparente austeridad, la cámara se permite una serie de planos y encuadres no ortodoxos que quiebran la gramática más académica de la filmación en campus y producen algunos de los hallazgos visuales más estimulantes del año. El control sobre la luz es obsesivo; casi todo fue rodado en decorados construidos para reproducir Yale en estudios londinenses, lo que permite graduar con precisión la temperatura de cada espacio. Los interiores cálidos del departamento de Alma y su marido, llenos de madera y lámparas suaves, contrastan con los azules fríos de las salas de comité y los pasillos administrativos. Esa oscilación entre calor y hielo visual funciona como termómetro moral que acompaña la deriva de los personajes mejor que cualquier discurso.
La banda sonora de Trent Reznor y Atticus Ross prolonga esa lógica de tensión contenida. Es la cuarta colaboración del dúo con Guadagnino y la más huidiza en cuanto a melodía reconocible, un tejido de motivos electrónicos, cuerdas y piezas ajenas que rehúyen el clímax fácil y parecen inquietarse consigo mismos. A veces el subrayado es demasiado explícito y uno siente que la música empuja la escena hacia una gravedad que la actuación ya llevaba en el cuerpo, pero en sus mejores momentos el score funciona como una respiración nerviosa que acompaña la duda y el desasosiego, recordando que el verdadero centro de la película no es el veredicto judicial sino la incertidumbre misma de la verdad.

En ese territorio de rostros y vacilaciones es donde la película encuentra su fuerza mayor. Julia Roberts y Andrew Garfield, ambos actores sazonados y tantas veces encasillados en personajes llenos de luz, alegría y cierta joie de vivre, llegan aquí dispuestos a trabajar en un terreno casi inédito para ellos, hecho de secretos, culpa, incertidumbre y palabras no dichas. Sus personajes están torturados; no son abiertamente desagradables ni moralmente corruptos, pero el film los vuelve difícilmente abrazables, siempre un poco fuera del alcance de la empatía confortable. Roberts construye una Alma orgullosa, encantadora a primera vista, pero incapaz de conectar o empatizar del todo con nadie, ni siquiera consigo misma. Garfield encarna a un hombre cuya indignación ante la acusación resulta convincente solo hasta que el espectador empieza a notar la cantidad de veces que rehúye responder de forma directa. No son villanos de caricatura ni víctimas perfectas, sino cuerpos incómodos que la película se niega a absolver o condenar por completo.
Ayo Edebiri confirma su condición de revelación del momento encarnando a una joven Maggie que se esconde detrás de la seguridad intelectual, del discurso aprendido, de la militancia performativa. Bajo esa coraza hay, sin embargo, una capa de vulnerabilidad tan palpable que se vuelve difícil dudar de sus intenciones, o verla como villana en el esquema más simplista del conflicto. La película tiene la inteligencia de no ridiculizarla ni idealizarla, sino de mostrar cómo la armadura progresista también puede ser un modo de no enfrentarse a las propias dudas, un disfraz necesario para sobrevivir en un entorno que mide cada palabra. Michael Stuhlbarg, como marido psiquiatra, y Chloë Sevigny, como figura burocrática que representa la cara amable de la institución, actúan como la goma que mantiene unida la película, empujando a Alma en direcciones contrarias y pelando capa por capa su autoimagen. Son ellos quienes, en segundo plano, le recuerdan al espectador que la protagonista no es solo una mente brillante atrapada en un dilema moral, también una pieza obediente de una maquinaria que la ha recompensado por mirar hacia otro lado.

Al final, lo que queda de After the Hunt es la sensación de haber visto a un cineasta con pleno dominio de sus facultades enfrentarse a un material resbaladizo, fascinante y peligroso, sin terminar de decidir si quiere dinamitar el terreno que pisa o simplemente cartografiarlo. La película es osada al cuestionar el consenso cómodo que reduce la cancelación a una guerra de inocentes y culpables según el hashtag del día, y entiende mejor que muchas otras obras contemporáneas que las acusaciones de agresión sexual son también batallas por el control del relato en instituciones donde el capital simbólico es moneda de cambio. Sin embargo, su resistencia a formular una posición más nítida, su fe casi religiosa en la ambigüedad como valor en sí mismo, la dejan a un paso de cerrar el círculo que ella misma abre.
Quizás por eso resulta tan inquietante y tan estimulante a la vez. Es un film que invita a la discusión más que a la adhesión, que obliga a pensar en quién habla, desde dónde habla y qué obtiene a cambio cuando dice su verdad. En una década saturada de productos que convierten la indignación en eslogan, el gesto de Guadagnino de filmar la cultura de la cancelación desde dentro de la clase que la administra tiene algo de sinceridad incómoda. Que no llegue a romper del todo con la lógica de ese mundo, que se quede en el terreno del malestar sin traducirlo en crítica más feroz, no le resta valor como síntoma. After the Hunt es, en ese sentido, una de las películas más importantes del año, no tanto por lo que se atreve a declarar en voz alta como por lo que revela, casi a su pesar, de su propio horizonte de clase.

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