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“El Conde” (2023): herencia de sangre

Ganadora a mejor guion en el Festival Internacional de Cine de Venecia de este año. y recientemente estrenada en la plataforma de Netflix, El Conde es una cinta de Pablo Larraín que imagina al dictador chileno Augusto Pinochet como un vampiro inmortal.


Por Hitoshi Isa Kohatsu CRÍTICA / NETFLIX

El Conde
"El Conde" (2023). Fuente: IMDb

Una narración en inglés de Stella Gonet nos cuenta que el dictador Augusto Pinochet (interpretado por Jaime Vadell) nació en Francia hace 250 años como un vampiro, y que pasó su vida como soldado antirrevolucionario hasta llegar al poder en Chile. Después de fingir su muerte en 2006, por sentirse indignado de que lo llamen ladrón y corrupto, vive en una granja en La Patagonia con su esposa Lucia (Gloria Münchmeyer) y su sirviente Fyodor (Alfredo Castro).


“El conde” está cansado de la vida y desea morir. Por otro lado, desesperados por su herencia, sus hijos lo visitan para poder asegurar un poco de la plata de su padre, y del antiguo régimen, antes de que muera. También aparece en la granja una contadora y monja exorcista (Paula Luchsinger), quien reprocha los crímenes de los Pinochet. Entre estos eventos se desarrolla una comedia gótica cruda, con un humor muy negro y una gran irreverencia.


Lo primero a notar es que la premisa es innegablemente burda, hasta se podría considerar una banalización de la historia y memoria. Ello, por cierto, es intencional. La película se declara a sí misma una farsa en sus primeros cinco minutos. En efecto, la banalidad es, parcialmente, el objetivo de la cinta. Busca desvestir, no mitificar, una figura cuya influencia continua en el país de Larraín. La mofa y sátira a los dictadores siempre ha servido de catarsis, después de todo.


En esta comedia, aunque Pinochet haya sido elevado a una presencia maligna y literalmente sobrenatural, las risas derivan del hecho de que es un hombre insípido. Es cierto de que se explota al vampiro como metáfora, representando al exlíder militar como un chupasangre aristocrático, un fantasma del viejo mundo cuya presencia sigue afectando a la población chilena, pero esto solo resalta lo absurdo cuando su personaje es marcadamente patético. Su cansancio con la vida parte de motivaciones débiles, y el conflicto de la mayor parte del filme es algo tan mundano como la dinámica de una familia peleándose por dinero. Cuando la monja Carmen recuenta varios crímenes y atrocidades, el dictador inmortal y su estirpe solo pueden responder con vacía indiferencia.

El Conde
"El Conde" (2023). Fuente: Indie Hoy

Se podría hacer una comparación con una película como La muerte de Stalin (The death of Stalin, 2017) de Armando Iannucci, dado que su humor parte principalmente de tomar figuras históricas responsables de varias atrocidades, para deconstruir su mal y reducirlos a seres humanos superficiales y egocéntricos. En la ficción de Larraín no solo resalta el elemento de sátira. Se logra crear genuinamente una atmosfera gótica, con una fotografía que recuerda a clásicos del expresionismo alemán o de la Universal como Nosferatu (1922) de Murnau o Drácula (1931) de Browning. Hay que elogiar a Ed Lachman, director de fotografía, quien aprovechó el hecho de que el largometraje fuera filmado en blanco y negro -no solo filmado a color y convertido- para capturar imágenes con una innegable riqueza de sombras y profundos e intensos contrastes. En coherencia con la mitología del vampiro con la que el guion juega, la cámara replica un ambiente tétrico y tenebroso. Ello contribuye a imágenes tanto dramáticas -un vampiro volando sobre Santiago- como absurdas -una monja flotante-.


Sin duda la elección de la Patagonia como escenario principal, específicamente una granja remota que solo se puede alcanzar en bote, es exquisita. Sus heladas tierras y espacios vacíos se capturan con una gran profundidad de campo. Uno casi siente el gélido y desolado clima. Lo lúgubre del lugar permite que se replique una atmosfera tenebrosa y clásica aún en un entorno rural.


El Conde es un filme que genera ambivalencia desde el momento en el que uno lee su premisa. Su distintivo uso de humor y drama con ficción histórica está adecuado a un gusto muy particular, pero contiene una miríada de elementos que definitivamente Larraín logra con gran habilidad, como la fotografía y el tono con el que la película está contada.


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