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27 FCL: "Los Colonos" (2023), la parte oscura de la historia

Actualizado: 22 ago 2023

Ganó más de un premio en la última edición del Festival de Cine de Lima. Esta película de Felipe Gálvez toca una herida que aún sigue abierta en su país, y lo hace de manera honda, precisa y efectiva.


Por Gustavo Vegas Aguinaga FESTIVALES / FESTIVAL DE CINE DE LIMA

Los Colonos
“Los Colonos” (2023). Fuente: Filmaffinity

La primera película del chileno Felipe Gálvez se muestra como un wéstern que busca desentrañar la violencia y sangre sobre la cual se realizó parte del proceso de “civilización” en los primeros años de república de su país. A veces para hablar de una película se tiene que recurrir a otras. Como para establecer conexiones, diferencias o simplemente porque lo visto evoca a otros filmes. Puede ser necesario en ocasiones, puede no serlo en otras. Acá, en particular, se complica levemente porque si bien hay un sinfín de wésterns para mencionar, pocos similares a este se me ocurren. Claro mérito de Gálvez al plantear una propuesta original y refrescante dentro de su crudeza, fuerza dramática y paisajes atrapantes.


Existe una crítica a los modelos de masculinidad -antiguos y nuevos-, como se vio también en Day of the Outlaw (André de Toth, 1959), Comanche Station (Budd Boetticher, 1960) o de distinta forma en Duelo al sol (King Vidor, 1946). Ni hablar de las recientes Cry Macho (2021) y El poder del perro (2021). Acá, en Los Colonos, el reproche es más crudo y explícito: ¿quién realmente te puede juzgar en medio de la nada? ¿Qué otras formas había para demostrar su virilidad? Queda claro que "ser un hombre" era algo totalmente distinto para los tres tipos. El protagonista debe probarse ante sus compañeros, pero también a sí mismo: traducimos sus miradas en cuestionamientos personales, incluso desde el inicio de la cinta, busca demostrar sus habilidades y escapar de ese trabajo miserable y rutinario.


“Un hombre menos no es problema. El problema son los indios”, dice Menéndez (Alfredo Castro, quien se roba todas las miradas en sus breves apariciones—a mi juicio uno de los mejores actores latinoamericanos). Este es otro aspecto importante de la película: la visión de los indígenas. Hay, más allá del racismo, una cuestión de "civismo" que se puede tomar de forma hasta irónica. El joven mestizo, en sus actitudes parcas y miradas llenas de odio silencioso, acaba siendo el más "educado" entre los tres hombres. Al lado de un supuesto teniente inglés y un pistolero estadounidense (¿un guiño al mítico Billy the Kid o quizá al cazador Buffalo Bill?), el chico de ascendencia indígena resulta el "menos salvaje" en esa misión sangrienta. Es más: en repetidas ocasiones vemos primerísimos planos de los caballos y se detiene la cámara en sus ojos abiertos a más no poder con evidente temor. Hasta los animales, las mismas bestias resultan aterradas de la crueldad del hombre, del potencial humano de deshumanización.

Los Colonos
“Los Colonos” (2023). Fuente: El Mostrador

Por otro lado, un sentido de identidad también se hace presente en tanto asuntos de nacionalidad y territorios: chilenos -y mapuches-, argentinos, ingleses, norteamericanos, etc. ¿De qué lugar son finalmente si en ninguno se sienten bienvenidos? ¿Cómo unir un país cuya modernización está fundada en la masacre? ¿A qué lado ir? Estas y más cuestiones rondan las cabezas de los protagonistas mientras se adentran más y más en lo desolado y desconocido, en la locura y las tierras sin ley donde prima la pólvora. El tema del rechazo al mestizaje se ha visto ya en la mencionada Duelo al sol, Centauros del desierto (John Ford, 1956) y hasta en el wéstern peruano Pueblo Viejo (Hans Matos Cámac, 2015), de manera secundaria (como añadidura animada y personal: cuestionamientos sobre masculinidad e identidad también son abordados en Rango -Gore Verbinski, 2011-).


Para ir cerrando, es necesario mencionar el trabajo tanto de guion como dirección, así como de montaje (la historia sigue un camino de desolación bien definido), diseño sonoro y de producción. Los paisajes vespertinos, completamente abiertos y a veces fordianos destacan en contraposición con los hombres: tienen campo libre, de forma literal, para actuar como plazcan, sin ley, pero ¿sin remordimientos también? La fotografía del italiano Simone D’Arcangelo -que tiene aires, brisas y soplidos a Godland (2022) de Hlynur Pálmason- es muy buena y retrata a la perfección ese frío áspero del sur y de la cordillera -propia de lo que sería un wéstern sudamericano-, así como la soledad de la noche y el abatimiento natural de los vaqueros tristes. Resalta, en especial, una escena aparentemente tranquila, pero cargada de violencia donde la niebla y el humo se combinan para proyectar físicamente la integridad disuelta de los personajes próximos a apretar los gatillos ante inocentes.


Las actuaciones son muy destacadas, en especial la de Camilo Arancibia como Segundo. El retrato del dolor, abandono, miseria y desconexión es inmenso en cada mirada muda que ejecuta. Somos testigos de su progreso pese a las adversidades humanas y territoriales; sin embargo, tras una larga elipsis no sabemos si constituyó o no parte de la violencia que miraba con vergüenza y desdén. Más tarde se ve la justicia, si es que hay, como adorno y aprovechamiento; y los dilemas de identidad se muestran otra vez (¿exponerlos nuevamente, en el desenlace, quiere decir que es algo que sigue ocurriendo a día de hoy? ¿Nos acompañarán hasta el final de la historia?): tras vestirlos -disfrazarlos casi- con ropas de gente más acomodada, exhortan a Segundo y su esposa a tomar té, bebida china bandera de Inglaterra. El final es estupendo y doloroso una vez que nos quedamos con el rostro de Rosa/Kiepja que no perdona, que sabe a lo que han sido sometidos muchos indios y mestizos bajo la falsa promesa de civilización.


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