La nueva cinta de Kléber Mendonça Filho nos lleva a la ciudad de Recife en Brasil para mostrarnos, con añoranza y afecto, los cines y las películas que forman parte de la memoria del director, pero también de los recuerdos de las personas que alguna vez circularon por ahí.
Por Gustavo Vegas Aguinaga FESTIVALES / FESTIVAL DE CINE DE LIMA
Luego de la bien recibida Bacurau, el cineasta brasileño Kléber Mendonça Filho vuelve a demostrar sus capacidades de gran narrador en su más reciente película, un documental dividido en tres partes que ultimadamente se unen en un todo: el amor al cine. El capítulo inicial nos introduce -casi- literalmente en el hogar de Mendonça y el quehacer cinematográfico y cinéfilo que ha acompañado a esa vivienda a través de los años. Desde inocentes fotos y documentaciones en videos hasta cortometrajes con amigos y películas laureadas. Ese lugar no sólo lo formó sino que fue su primer estudio y locación, un punto de reunión con sus amigos -y bien me dijo uno mío, lo que hace la película es mostrar la casa como cine y el cine como casa-.
El mensaje va todavía más allá: el cine puede incluso llegar a ser un refugio para algunos. Según Mendonça Filho un sinfín de cosas (y personas), después de tu hogar, pueden convertirse en cine: el barrio propio, tus vecinos, sus mascotas, tus amigos, familiares, lugares de tu ciudad y más. El director muestra con un cariño profundo las calles de su pueblo natal Recife y su gente, sus fiestas, su forma de ser y su pasado. En la segunda parte del filme no solo retrata a esos fantasmas que anticipa el título, sino que los hace protagonistas y los acoge, los inmortaliza. Asimismo, recupera la memoria y la historia de Recife a través de sus cines, de las películas que proyectaron y de personajes con relación íntima a estos lugares (Don Alexandre, un viejo proyeccionista se roba el protagonismo y las risas en este capítulo).
“El centro es un lugar que la ciudad parece haber olvidado”, narra Mendonça Filho. Esta tarea de mantener con vida a los fantasmas es vital durante toda la película. El trabajo con material de archivo es bastante cuidadoso, útil y bien montado para darle orden a lo que se plantea. Contar la historia de una ciudad mediante sus salas de cine y los asistentes a estas es algo que, en relación a nuestro país, se pudo ver en Cinema Inferno (Rafael Arévalo, 2019) y el relato espectral de cada cine fue revisado también por Wari Gálvez Rivas en su buen documental Cines de video (2020). El documental como forma artística, al igual que las películas en sí funcionan como artefacto memorístico, y Mendonça Filho lo aprovecha al máximo para construir lentamente una carta de amor a su ciudad.
Mientras va mostrando con nostalgia imágenes y fantasmas del pasado, la cinta también repara en las comparativas entre el estado anterior de las cosas y el actual. El cambio es un factor de suma importancia en la película. Desde el inicio vemos cómo la casa del director es transformada, así como la ciudad, incluso él mismo. Lo mismo sucede con los cines y directamente con las películas. Edificios abandonados, calles olvidadas y un mundo dejado de lado: lo que algún día fue la vida de la ciudad hoy es un rezago, una forma espectral; algo que Mendonça Filho ha sabido recuperar y exponer con humor, respeto y carisma. Hay incluso una dimensión motivacional que cumple el filme quizá inconscientemente al señalar que el cine nace de algo pequeño y puede convertirse en algo inmenso. Resulta difícil salir de la sala sin ganas de agarrar una cámara y empezar a escribir un guion, de llamar a tus amistades y apretar ‘REC’.
Así como el cine está presente en los amigos o en la madre misma de uno, el director añade que el cine puede convertirse hasta en religión y ritual para algunos. Esto es explayado en la tercera parte de la película: cines que ahora son iglesias, cines decorados casi religiosamente y demás. Ya hacia el final se aleja un poco del formato documental y entra brevemente en la ficción de una manera tanto cómica como real-maravillosa. Ese taxista, de no haber salido en la película, se habría convertido en parte del paisaje de Recife, pero ahora, a través del cine -y de la mano de Mendonça Filho- se transformará en un fantasma con el pasar del tiempo (y también a voluntad). Un fantasma que el director ha logrado retratar e inmortalizar. Un retrato fantasma de carne y hueso, presente, real.
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