top of page

27 FCL: "Yana-wara" (2023), la gran despedida de Óscar Catacora

Actualizado: 12 ago 2023

La película final del director de Wiñaypacha pudo ser terminada por su tío, Tito Catacora. El resultado es una obra que recoge muchos rasgos de aquel filme notable, y que a la vez se toma ciertos riesgos.


Por José Carlos Cabrejo FESTIVALES / FESTIVAL DE CINE DE LIMA

Yana-wara
"Yana-wara" (2023). Fuente: Festival de Lima

Yana-wara es la última película que dirigió Óscar Catacora, quien lamentablemente falleció a las pocas semanas de iniciado el rodaje. Su tío, el también cineasta Tito Catacora, la terminó. Las coincidencias de este largometraje con Wiñaypacha (2017) son varias. Una de ellas es su trabajo con las vistas panorámicas de espacios naturales e imponentes, como las de algunos wésterns de John Ford. Otra es el sonido, con el ruido denso e inmersivo de la lluvia y el viento que ulula, en medio de una contrastada fotografía en blanco y negro que recuerda ese expresionismo mortuorio y solemne de Otelo (1951) de Orson Welles.


A diferencia de Diógenes (2023), película en competencia que en general da la sensación de usar a los personajes como meros puentes para crear una fotografía de afectación manierista, Yana-wara usa la imagen y el sonido como medios para sumergirnos en esa inevitable fatalidad que marca desde el inicio el destino de sus personajes principales, una escolar muda y su abuelo. La amplificación del espacio, la sonoridad que remite a lo acuoso, pero también a una connotación lagrimal, y la saturación de los tonos negros, crean una sensorialidad del aislamiento, la melancolía y el luto.


También está la violencia, y expresada de muchas maneras. Está la violencia del Estado (esa que se sugiere, que no se ve, en Wiñaypacha), expresada simbólicamente en la frase que decora un aula (“La letra con sangre entra”), que sin ningún problema podría haber aparecido en algún salón de otro tiempo, distante en nuestra historia, o en esa bandera peruana que cuelga a la entrada de dicho espacio educativo, con sus franjas rojas convertidas en negro intenso. Es una violencia que también se transmite como una textura de sonido áspero, desde el fuera de campo: chicotazos, llantos, el grito ahogado de impotencia.

Yana-wara
"Yana-wara" (2023). Fuente: Cinencuentro

En Yana-wara hay mucho de tragedia griega pero también de cine japonés, del Ozu de encuadres fijos y dilatados, o del Kurosawa de Rashomon (1950), cuando el personaje del abuelo cuenta su versión de por qué tomó una difícil decisión. Su relato verbal se convierte en audiovisual, aunque de pronto, repentinamente, deja de ser el relato de él. La película se adentra en la propia experiencia vivida por su nieta, más allá de aquel testimonio. Así, la película se abre al absurdo y al fantástico.


Por un lado, la historia de ella incluye secuencias que irrumpen sin una explicación clara o progresiva de su aparición, lo que la acerca a esa irracionalidad pesadillesca (sin que lo onírico como tal esté presente) que vemos en algunas escenas de películas del llamado “cine regional”, como La casa rosada (2016) de Palito Ortega Matute; por otro, Yana-wara, en su exploración de la condición femenina del personaje, se coloca en frontera con el folk horror, pero no tanto en la línea de los pishtacos o jarjachas, sino en el recorrido de creencias sobre un cuerpo femenino, que es perseguido y se cree maldito por su cercanía con lo sexual. Eso la coloca en mayor sintonía con El Demonio (1963), del italiano Brunello Rondi.

Yana-wara
"Yana-wara" (2023). Fuente: Cinencuentro

El cuerpo de la menor de edad es objeto de martirios y se enfrenta a apariciones de entidades malignas, de iconicidad humana o animal, que recuerdan en algunos casos a criaturas míticas del cine de Apichatpong Weerasethakul. También se enfrenta, como los personajes de Wiñaypacha, a lo visceral. Acaso la imagen sanguinolenta y explícita de un feto en Yana-wara la vincula también a otras formas de género como el body horror. Sin embargo, los Catacora lo que buscan expresar en esa imagen es un horror indecible, impronunciable, que no tiene género cinematográfico, y que solo tiene a lo abyecto como una figura comunicativa próxima.


Yana-wara no tiene la linealidad y coherencia de Wiñaypacha, y tampoco la potencia dramática de su final. Sí es afín con su sentido de aislamiento y pérdida, y a la vez abre varias preguntas. ¿Su sentido del absurdo o de lo real como pesadilla es un efecto buscado, es un riesgo que se tomó con respecto a lo ya logrado en la película anterior? ¿Su anticlímax es acaso una manera de naturalizar o ver como acto cotidiano la pérdida de lo amado y de todo aquello que nos pertenece? Estamos ante una película sugestiva, casi hermética, que emociona y que a la vez descoloca. Nos deja con el deseo de volverla a ver, en la búsqueda de reencontrarnos con sus dolorosos enigmas.


bottom of page