Con un ritmo contemplativo y una estética austera, el cineasta Marco Panatonic desafía las narrativas convencionales y dignifica a comunidades marginadas por el Estado. La película, que recupera el quechua y los paisajes rurales, no solo explora el regreso a las raíces de su protagonista, sino también a las del cine peruano, cuestionando lo que significa realmente "volver al origen".
Por Gustavo Vegas CRÍTICA / CARTELERA COMERCIAL
Kinra se presenta como una propuesta fresca en el panorama del cine latinoamericano. Los tonos y matices contemplativos no resultan novedad si consideramos las obras recientes de cineastas como Rodrigo Moreno, Laura Citarella o Lisandro Alonso; sin embargo, Marco Panatonic presenta un cine andino despojado de lo exótico, ornamentos innecesarios y con un punto de visto propio y honesto sobre la situaciones tratadas en la cinta. De este modo elabora una película hermosa en sus formas y durísima en su fondo. La pérdida del hogar (y de la madre, que a veces es lo mismo) llevan al joven Atoqcha a vagar por años hasta descubrir qué hacer con su juventud. Varios trabajos, varios amigos, varios lugares, varias vidas. Esta travesía es gatillada también por la pérdida de identidad: no saber quién es realmente ni cuál es su lugar hacen que el protagonista procese un duelo hacia adentro y afuera de manera prolongada, lenta (¡como la película!), a veces en movimiento y muchas otras estático (¡como la película!).
La pasividad de Kinra no es gratuita ni menos un paso en falso. Es parte de una propuesta que busca desviarnos de las formas narrativas a las cuales nos hemos (mal)acostumbrado; es, incluso, plantear un desafío al espectador. Es otro cine. Si el Estado y el resto de peruanos le han dado la espalda a las regiones andinas y su cine, Panatonic nos muestra ahora la espalda de su protagonista en largos tramos de su recorrido. No hay bailes típicos, sitios turísticos, animales tiernos, planos de las montañas y sus nubes; es decir, no hay una mirada romántica y mucho menos turística del Ande. No obstante, sí está presente esa preocupación sensible de volver al origen, tanto en el protagonista como en la película misma.
Entre el luto de Atoqcha, el contexto de su gente en abandono y alienación, la odisea en búsqueda de sentido y respuestas, Kinra procesa cuestiones como la migración, pérdida de identidad, el olvido institucional y más. ¿Es realmente la gran ciudad, el bien-vestirse, el bien-hablar y la vida académica el destino único al que todos van como animales enfilados a las cuchillas? ¿O cual un zorrito Atoqcha logra escabullirse de esta vida prefabricada y blanqueadora para ser libre a sus anchas? Lo notamos en esa duda frente al examen de admisión, pero también en el profesor que torpemente les recomienda estudiar para no acabar manifestándose en la calle, así como en la presencia idiota del ingeniero. Quien debería ser tomado con respeto y admiración por sus supuestos estudios resulta un pelele de figura débil, alejado incluso de la alegría de la celebración por la construcción de la casa nueva.
Panatonic, entonces, pregunta: ¿es esto lo que queremos o nos han hecho creer que lo necesitamos? Si adaptarse (y adoptar) a una vida más urbana y formal no es, ultimadamente, lo que buscan, su cine tampoco debería hacerlo. Kinra se aleja de esta alienación en fondo y forma y emplea un lenguaje propio (hablo aquí del quechua así como de su hechura cinematográfica). Con algunos toques de algo que (con el perdón del caso) podría considerarse como neorrealismo andino, Panatonic filma a un no-actor andando por las calles de la ciudad, pero también de espacios rurales (contrastes notorios en relación al tratamiento visual y rítmico para cada espacio), largas conversaciones que reflejan el día a día y una complicada realidad social de aquellos a los cuales el Estado evita mirar, no reconoce y ni siquiera sabe llamarlos por su nombre. No hay cosas “bonitas”, florituras, fanfarronerías, sino una honestidad honda y humana que sumerge a quien la ve en esta vida complicada, obrera, sosegada. Hay cierta fantasía enorme en hacer creer que Atoqcha no tiene sueños. Hay una gran ambición en hacer parecer que Kinra está libre de ambiciones. Allí triunfa la película.
En tiempos complicados para el cine nacional y con precisión el cine andino, Kinra (de)muestra cómo vive una comunidad, cómo trabajan y almuerzan, conversan, manejan, ríen, bromean y más. En una escena se observa, incluso, una caricatura de tinte político que, con las nuevas propuestas del proyecto de ley para los estímulos al cine, sería motivo de censura. Tal medida se sumaría al borrado de las expresiones culturales de parte de la población, a la discriminación y olvido, a aquella espalda del Estado mencionada líneas arriba. Kinra, con motivos suficientes, nos hace poner los ojos en estas vidas y estas historias. Nos hace oír sus voces.
La película, como Atoqcha, busca volver al origen. Se aleja del castellano y vuelve al quechua, se despide de la ciudad y regresa al campo. Sin mayor respuesta de la vida que un aprendizaje leve (Panatonic le saca la vuelta también al “viaje del héroe” y crea otra travesía), Atoqcha entiende una única obligación: vuelve donde su madre (no hay mayor origen que este) y su tierra madre. Se despide de una vida que nunca fue suya y vuelve a donde empezó para poder forjar ahora sí su propio camino. Si lo vimos al inicio trabajando en una fábrica de ladrillos, lo vemos al final construyendo una casa. Sólo así puede volver a la suya y recuperar su hogar, su aliento, su apellido.
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