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"La quimera del oro" (1925): sobrevivir también es amar

Volvió a las salas por su centenario, y bastó que Chaplin apareciera en pantalla para que la risa fuera inmediata. Sin necesidad de palabras, solo con su andar y su gesto, ya estaba todo dicho. Este reencuentro en cine permitió redescubrir la fuerza intacta de su humor y su ternura. Y recordar que hay historias que nunca envejecen.


Por Marcelo Paredes                             CRÍTICA / CARTELERA COMERCIAL

"La quimera del oro" (1925). Fuente: Variety
"La quimera del oro" (1925). Fuente: Variety

Durante la fiebre del oro en Alaska, un vagabundo lucha por sobrevivir al duro invierno. En medio de la precariedad y la ambición ajena, forja una amistad inesperada y se enamora, atravesando una serie de desventuras donde el ingenio y la ternura se imponen al frío y la codicia.


Una de las cosas que más me encantó de ver esta película en pantalla grande fue comprobar cómo, desde el primer momento en que aparece Charlie Chaplin, el público comienza a reírse de forma inmediata. Ni siquiera necesita hacer un gag específico: basta con verlo entrar en escena, caminar con su estilo inconfundible. Tal vez uno no sepa exactamente qué hará a continuación, pero ya sabe que será algo gracioso. Esa es una cualidad que se repite tanto en este largometraje como en muchos de sus cortos y otras películas, donde su icónico personaje, el vagabundo, entra en acción.


Volver a ver La quimera del oro (The gold rush) en estas condiciones, celebrando su centenario y proyectada con la mejor calidad posible, es una prueba más del poder del cine como arte. A diferencia de otras disciplinas más antiguas, el cine no tiene tantos años de existencia, pero eso no le impide demostrar cómo ciertos relatos y narrativas pueden trascender cualquier barrera temporal. Hay historias que simplemente no envejecen, que siguen funcionando con una vitalidad asombrosa, y esta es una de ellas.


"La quimera del oro" (1925). Fuente: The Express
"La quimera del oro" (1925). Fuente: The Express

La película nos muestra una serie de situaciones en torno a un hombre que, a diferencia del resto, no parece interesado en la llamada fiebre del oro, contexto donde se sitúa la trama. Lo único que busca es sobrevivir, encontrar aquello que le permita seguir adelante, sin importar el método. En el estilo clásico de los personajes de Chaplin, esta búsqueda lo llevará a atravesar enredos donde, además de arriesgar su propia vida, se pondrá en evidencia el carácter de quienes lo rodean. Algunos personajes terminarán siendo enemigos, pero también habrá aliados. Personas que, aunque no compartan con él los mismos objetivos, visión del mundo o estatus social, coinciden en algo esencial: la camaradería. Ese deseo de salir adelante junto a otro y simplemente estar bien.


Con el tiempo, también se abre paso a otros aspectos de la experiencia humana, como el amor. Al igual que en Luces de la ciudad (City lights, 1931) o Tiempos modernos (Modern times, 1936) —mi favorita personal del director—, el romance aquí no es una subtrama menor, sino un reflejo más de nuestra humanidad, una expresión que atraviesa incluso las condiciones más difíciles. En este caso, en medio de la ambición por el oro y la competencia por la fortuna, se forma un vínculo inesperado entre el vagabundo y Georgia, que resulta fascinante por cómo se va desarrollando.


Si bien ya habían interactuado en persona, el lazo más profundo se establece a través de una fotografía. Resulta curioso cómo Chaplin construye desde esa imagen una idealización que, con el tiempo, se transforma en una realidad tangible. La foto, inicialmente un objeto estático, pasa a ser un símbolo del deseo que luego se concreta. En ese tránsito, se puede intuir también una lectura metacinematográfica: la imagen deja de ser fija para adquirir movimiento, como el propio cine. La quimera del oro fue filmada en 1925, en plena etapa de evolución del lenguaje cinematográfico, específicamente dos años antes del salto al sonido. Y aunque esta lectura pueda parecer un poco forzada, me gusta pensar que hay algo de eso en la forma en que la película transforma la imagen quieta de una fotografía en algo vivo, que cobra presencia y se realiza. Esas ganas de ver cómo la imagen se anima, cómo adquiere vida propia, resuenan con la historia del cine mismo.


"La quimera del oro" (1925). Fuente: IMDB
"La quimera del oro" (1925). Fuente: IMDB

Más allá de esta interpretación, también es interesante considerar la mirada del cineasta sobre la sociedad de su época. Hay un enfoque claro en los valores materiales, en la búsqueda de riqueza, mientras que los vínculos afectivos suelen quedar relegados. Salvo el vagabundo, pocos personajes muestran interés en algo más que el oro. Incluso Georgia (Georgia Hale), que en un principio mantiene una relación superficial con Jack (Malcolm Waite), parece insatisfecha. También sus amigas, que la rodean pero no conectan profundamente con ella, aportan a ese retrato de vínculos vacíos. Georgia quiere algo más. Así como el vagabundo aspira a una vida digna, ella también desea algo que le dé sentido, algo que trascienda la ambición y la codicia predominante en el pueblo.


Ahí radica la genialidad del filme. No solo por cómo refleja los valores de su tiempo, sino por cómo esos temas siguen resonando un siglo después. El film celebra cien años de existencia y todavía conmueve, divierte y emociona. Nos recuerda cómo el cine ha evolucionado, pero también cómo hay cosas que no cambian. Hay un encanto que trasciende el pasado, el presente y el futuro. Eso es lo verdaderamente mágico de esta obra.


Como mencioné al inicio, volver a verla en una sala de cine —después de haberla conocido en una edición en DVD de baja calidad— es una experiencia extraordinaria. Escuchar las risas compartidas del público ante chistes que siguen funcionando demuestra que este tipo de humor no envejece. No obstante, más allá de los gags, lo que realmente conecta es la historia: bella, profundamente humana y cargada de emoción. Eso es lo que hace de La quimera del oro otra obra maestra de un genio como Charles Chaplin.



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