"Terciopelo Azul" (1986): entre flores y violencia
- Marcelo Paredes

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David Lynch construye una inquietante dualidad entre el sueño americano y su lado más oscuro, revelando un mundo donde la belleza convive con lo siniestro. Acá el director no solo encuentra su voz autoral, sino que también nos obliga a mirar de frente aquello que normalmente preferimos ignorar.
Por Marcelo Paredes CRÍTICA / APPLE TV

Día y noche. Eso era algo en lo que no dejaba de pensar mientras veía la película, la cual se basa enteramente en esa dualidad a la que el protagonista, producto de su curiosidad, se enfrenta. Desde la claridad de un bello cielo despejado que cubre un pueblo idílico, hasta las profundidades de la tierra donde los insectos habitan en la oscuridad. Así es como inicia la película, y así es como David Lynch entrega lo que podría ser el momento en que encontró definitivamente su estilo como cineasta. Porque, mientras que en su ópera prima le dio rienda suelta a su imaginación, y en sus dos obras posteriores forjó su oficio bajo la sombra de los estudios, fue aquí donde, con ambos mundos explorados, supo direccionar a la perfección sus preocupaciones autorales y darles la forma requerida.
Y es que es a través de Jeffrey que Lynch busca adentrarse en la verdadera cara que la sociedad que lo rodea tiene. Sí, por fuera tenemos esos lugares y personas sacadas de un comercial, como si se tratara de vender un estilo de vida, aprovechándose de la claridad del día para ofrecer una falsa idea de bienestar, la cual, si en Cabeza borradora (Eraserhead, 1977) la veíamos tal y como realmente era, aquí busca ocultarse en la oscuridad, que es cuando recién sale y hace toda clase de maldades que la ausencia de luz permite. Es cuando cae la noche que el protagonista descubre al mundo tal cual es: violento, lujurioso y con seres tan carentes de humanidad que son la materialización perfecta de una pesadilla.

Claro que, lamentablemente, estos tampoco dejan de ser personas. Aunque Lynch haga el mayor esfuerzo por despojarlos de su humanidad, es inevitable pensar que también están presentes cuando todo parece tranquilo. ¿De qué otro modo, si no, logran arrastrar hacia su mundo de oscuridad a alguien como Dorothy? Ahí está lo fascinante del filme: por más que Lynch marque con claridad la diferencia entre sueño y pesadilla mediante el día y la noche, también comprende que quienes se mueven por esos mundos no pueden ser figuras de pura maldad o pura bondad. Al fin y al cabo, todos forman parte del mismo mundo.
No por nada, mientras la noche da origen a seres de la más baja calaña como Frank Booth, la encarnación perfecta de los vicios que otorga el poder, también da lugar a alguien como Sandy, cuya primera aparición, emergiendo de entre la oscuridad de los árboles, es simplemente perfecta. Ella será la aliada incondicional de Jeffrey en su recorrido por los misterios nocturnos, y al mismo tiempo, su conexión con el día y esa vida soñada, llena de flores, aves y un supuesto entorno amoroso. Sin embargo, aunque en el cierre puede parecer que ese sueño se cumple, es inevitable sentir algo inquietante.
Creo que, a modo de conclusión, lo que hace que Terciopelo Azul (Blue Velvet) sea una obra maestra es precisamente esto. La película nos muestra un mundo donde, aunque todo parece salir acorde al plan y hay un aparente orden, esa dualidad entre el caos y el mal revela que la perfección es solo una máscara para un lado oscuro que persiste en las sombras, incluso cuando lo ignoremos. La curiosidad de Jeffrey, como la de cualquier cinéfilo sediento de nuevas experiencias, es solo un aprendizaje más, saliendo por un momento del letargo que ofrece la idealización americana para probar una realidad mucho más compleja. Y, aunque por esa vez salió airoso, el extraño mundo en el que vivimos podría cobrar su revancha cuando menos lo espere.

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