El director reflexiona sobre sus inicios como cineasta, su vida en Chumbivilcas, donde nació su pasión por el cine, y el camino que lo llevó a dirigir Kinra (2024), que ganó el premio máximo del prestigioso Festival Internacional de Cine de Mar de Plata. La película, que busca visibilizar y conectar con la comunidad quechuahablante, se estrenó en salas comerciales el pasado 14 de noviembre.
Por José Carlos Cabrejo ENTREVISTAS / CINE PERUANO
Recuerdo haber terminado emocionado después de haber visto Kinra en una función de prensa del Festival de Lima, previa a su inauguración el 8 de agosto de este año, a las 9 de la mañana. Es una película sobre tránsitos diversos. Su protagonista deambula entre la sobriedad de los paisajes y la calidez del hogar de su madre, quien no sabe leer ni escribir, y la ciudad recargada de verbo veloz, humor espontáneo y coloquial, pero también institucional. Esto lleva al personaje a lidiar con un asunto de identidad, enfrentado con un sistema burocrático en línea con lo que Ángel Rama comprendía como la “ciudad letrada”.
Volví a ver la película en una función especial en la Sala Azul del Centro Cultural de la Pontificia Universidad Católica del Perú, a fines de octubre. El poder de las imágenes de Kinra radica en su naturalidad, una cualidad que puede ser rugosa, amical, carnavalesca o profundamente emotiva. Esa misma naturalidad pareció extenderse a la sala al final de la proyección, cuando Marco Panatonic, director de la película, apareció acompañado por muchas de las personas que participaron en la creación de su galardonada obra. Algunos de ellos actuaron sin ser intérpretes profesionales; otros asumieron tareas de dirección de arte sin estudios ni experiencia previa en ese ámbito. En medio del diálogo, los asistentes fuimos invitados a compartir hoja de coca para chacchar, pequeños trozos de queso cusqueño y canchita chullpi.
A pocos días del estreno de Kinra en salas comerciales, tuve la oportunidad de conocer personalmente a Marco durante la Semana del Cine Ulima. No pudimos realizar la entrevista en ese momento, ya que él quería ver Todo lo que imaginamos como luz, la notable película de Payal Kapadia. Por ello, pospusimos la conversación hasta después de la presentación de su película en la sala Ventana Indiscreta de la Universidad de Lima, que lucía llena. Luego, descendimos por las escaleras hacia una oficina para conversar.
Antes de profundizar en tu película, me gustaría conocer un poco más sobre el origen de tu relación con el cine. ¿Qué películas te marcaron y te inspiraron a convertirte en director? ¿Cómo fue ese proceso que quizás comenzó en tu infancia? ¿Qué experiencias o momentos despertaron primero tu amor por el cine y, luego, el deseo de dirigir, culminando finalmente en la realización de Kinra?
Bueno, nací en Chumbivilcas, aunque mi mamá ya vivía en Cusco porque estaba estudiando en la universidad. Ella regresó a Chumbivilcas cuando me tuvo, y ahí nací. Luego, cuando tenía unos 2 o 3 años, volvimos a Cusco, donde ella continuó con sus estudios mientras me criaba. Crecí entre Cusco y Chumbivilcas, pasando todas las vacaciones en casa de mis abuelos.
En la primaria, estudiaba en un colegio que estaba a unos 30 minutos caminando desde mi casa. En el camino había un técnico que arreglaba televisores, y me quedaba hasta tarde viendo la televisión mientras ese señor trabajaba. En casa no teníamos televisor, así que ese era mi único contacto con algo tan novedoso como los dibujos animados y los programas de televisión. Mi mamá siempre recuerda eso con cariño y estrés, porque llegaba muy tarde a casa, era una preocupación para ella.
Otro recuerdo importante viene de las vacaciones en casa de mis abuelos. Mi mamá solía enviarme con un libro, y así leí obras como Los perros hambrientos, Yawar fiesta y La Ilíada. También disfrutaba leer biografías de escritores, y eso despertó en mí el interés por las letras.
Cuando terminé el colegio, decidí postular a Ciencias de la Comunicación, en la Universidad Nacional de San Antonio Abad del Cusco. Un año antes, en 2004, descubrí un cineclub gracias a un carnet gratuito que mi mamá recibió en la biblioteca de la Asociación Pukllasunchis. Fue ahí donde comencé a ver películas completas, algo que antes no era común para mí. En Cusco no había muchas salas de cine en esa época, y las pocas películas que se proyectaban a menudo estaban fuera de nuestro alcance, ya fuera por el costo o por falta de hábito.
Ese cineclub fue clave, porque hasta entonces mi contacto con el cine había sido muy limitado, a través de lo que podía ver en televisión cuando tenía la oportunidad. Creo que fue en ese momento cuando realmente empecé a descubrir el cine como algo más que entretenimiento y a verlo como un arte que me llamaba la atención, me capturaba.
Es esa visión fragmentada de un niño, que ve la televisión un rato y después hace otra cosa.
En mi familia nunca hubo una tradición de ver películas, así que, culturalmente, tampoco crecí con ese hábito. Por eso, el cineclub marcó un antes y un después para mí: era gratis y no representaba ningún riesgo, así que empecé a asistir regularmente entre 2004 y 2005. Fue ahí donde comencé a ver más cine. En 2006 ingresé a la universidad, y, casi de inmediato, me involucré en la organización de un cineclub, aunque no era el mismo al que asistía antes. Un compañero de la universidad que manejaba otro cineclub me lo delegó, y yo asumí el rol, aunque en realidad sabía muy poco de cine en ese momento. Apenas había visto algunas películas, así que me esforcé por ver más, aprender e incluso buscar películas en DVD, que era el formato de moda en esa época. Aun así, sentía que no era suficiente.
Cuando empecé la carrera, sentí que podía hacer de todo. Ciencias de la Comunicación en Cusco en la UNSAAC abarcaba muchas áreas, y esa amplitud me dio confianza. Ese mismo año, o quizás al siguiente, se organizó un taller de cine al que asistí. Fue liderado por figuras como Emilio Salomón, Rosa María Oliart y Augusto Cabada. De ahí surgió el intento de hacer un cortometraje, pero no resultó. Sin embargo, en 2007 hice mi primer corto por mi cuenta, que aún se puede encontrar en YouTube.
Mientras tanto, continué con el cineclub y me involucré en proyectos locales: videoclips, cortometrajes y colaboraciones con otros cineclubs de Cusco. Aprendía sobre la marcha. Al terminar la universidad, en 2010, intenté postular a la Escuela Internacional de Cine y Televisión (EICTV) para estudiar formalmente cine, pero no fui aceptado. Fue un momento difícil porque no sabía bien qué hacer. Quería dedicarme al cine, pero no era fácil encontrar oportunidades en Cusco, donde el circuito cultural es limitado y la producción audiovisual es escasa.
Aun así, en 2011 y 2012, comencé a participar en talleres y espacios alternativos de formación, como los festivales Transcinema, Lima Independiente y Fiacid. En una extensión de Transcinema en Arequipa, llamada Translab, pude ampliar mis conocimientos. Estos espacios de formación se convirtieron en un hábito para mí; participé en ellos casi todos los años hasta 2018 o 2019. También me postulé a laboratorios internacionales, y así llegué a programas en Ecuador y Buenos Aires.
En 2014 decidí formalizar mi objetivo de hacer cine y creé una empresa para gestionar fondos y llevar a cabo una película. Sin embargo, en Cusco es complicado: el circuito de producción es pequeño y no hay muchas oportunidades para aprender directamente en proyectos. Por eso, complementé mi formación de manera autodidacta. Aprendí a usar cámaras viendo tutoriales en YouTube, descargaba libros y escribía historias en casa.
Mis historias nacieron, en gran parte, de las anécdotas familiares que siempre salían a relucir en nuestras reuniones. Aunque al principio, como muchos, soñaba con ser director, me di cuenta de que debía aprender otros aspectos del cine: operar una cámara, entender la producción, escribir guiones. Ese proceso fue una búsqueda constante, tanto en los talleres y laboratorios como en mi propio espacio, explorando qué podía contar y cómo podía hacerlo realidad.
HAZLO TÚ MISMO
Por ejemplo, ¿consultaste manuales de guion u otros libros relacionados con el cine?
Sí, me compré Ojos bien abiertos (Marco señala el libro de Ricardo Bedoya e Isaac León Frías, que casualmente estaba en la oficina donde realizábamos la entrevista). He leído todo lo que tenía a mi alcance, especialmente libros que no fueran demasiado costosos.
Claro, no es necesariamente un camino estructurado de estudiar formalmente, sino más bien de aprovechar talleres, leer libros o ver videos en YouTube.
Sí, exactamente. Y también viendo películas. Creo que, especialmente después de terminar la universidad, comencé a ver muchas más. Me las ingenié para conseguirlas de distintas formas, y ese ha sido, en gran parte, mi proceso de aprendizaje.
En todo este recorrido por los cineclubes y las películas que has visto, ¿cuáles sientes que te han marcado más? ¿Hay alguna que consideres una influencia importante en el estilo o el enfoque de Kinra?
Creo que, por defecto, todos empezamos mirando cine de Hollywood, porque es lo que más se produce y lo que más llega. Luego, empiezas a explorar otras cinematografías, como la europea, y a ampliar tus referencias. En mi caso, siento que lo que más ha influido en Kinra ha sido la no ficción. En los últimos años, me he sentido muy atraído por este enfoque, porque me permitió acercarme de una manera más auténtica a mi entorno. Festivales como Transcinema, por ejemplo, mostraban películas de no ficción que se movían en esa frontera entre lo real y lo narrativo, y eso me parecía fascinante.
En el caso de Kinra, siendo una película en quechua, me di cuenta de que muchas películas que retratan lo andino o lo quechua tienden a quedarse en la superficie. Algunas ni siquiera usan el idioma de manera auténtica, y eso a mí no me convencía. Me preguntaba cómo debía filmar a mi gente, siendo yo mismo quechua hablante, porque incluso el simple hecho de poner una cámara cambia las cosas. La no ficción me dio herramientas para lidiar con eso, como el enfoque de simplemente poner la cámara y dejar que las cosas sucedan, sin interferir demasiado. Esa idea me ayudó a darme cuenta de que hacer cine no tiene por qué ser complicado.
En términos más concretos, películas como Viejo Calavera (2016) y El Corral y el Viento (2014), de Kiro Russo y Miguel Hilari, respectivamente, han sido grandes influencias. Estas películas bolivianas me inspiraron porque muestran rostros y entornos con los que me identifico, especialmente en el contexto andino. El cine trabaja mucho con la identificación, y eso me parece crucial. Durante mucho tiempo, en el cine andino y amazónico no había películas que dialogaran de esa manera con sus propios contextos, salvo las del llamado cine regional. Por ejemplo, recuerdo haber visto El último guerrero Chanka (2011) en una función en Cusco. A pesar de que la película tiene muchos defectos técnicos, fue capaz de generar una conexión muy fuerte con el público. Al final de la función, una chica estaba emocionadísima con el actor y quería tomarse fotos con él. Esa emoción es lo que importa, más allá de cualquier análisis técnico o de lo que se supone que debería ser el acabado de una película.
En los últimos diez años, esta idea de cuestionar los estándares tradicionales del cine se ha vuelto más fuerte, y eso me encanta, porque te da libertad para hacer las películas que realmente quieres.
También he tenido una etapa más cinéfila, en la que descubrí a directores como Lav Diaz, Mohsen Makhmalbaf o Abbas Kiarostami. Son cineastas que, en las últimas décadas, han logrado hacer películas increíbles con recursos limitados, utilizando cámaras más pequeñas y enfoques más íntimos. Eso me demuestra que el cine no depende tanto de los grandes medios, sino de la visión y la autenticidad que quieres transmitir.
Kiarostami por ejemplo es fascinante por cómo fue capaz de alojarse en los límites del documental y la ficción, pero también en su registro “sencillo” de la naturaleza, como lo hace en una película como Five (2003).
Sí, además, te hace ver que grabar es algo sencillo, te acerca al cine de una manera mucho menos pretenciosa. Hay una tradición que finalmente nosotros terminamos asumiendo en todo el mundo, pero la construcción de la película no se percibe como algo complejo. A veces, en los talleres de cine, te dicen que necesitas tal cosa, y luego esto otro, con toda la dinámica, el equipo y el gran aparato del cine detrás. Pero al ver otras películas, donde la construcción parece tan natural que la cámara parece haber sido colocada sin intervención, te quita un gran peso de encima, te hace sentir que no necesitas un presupuesto enorme, actores de renombre o movimientos complejos de cámara. Grandes travellings, por ejemplo, no son imprescindibles.
Creo que en una película de Mohsen Makhmalbaf como Salaam Cinema (1995) el primer plano es una cámara montada en un carro, no es una grúa, y aun así la película es genial para mí, una verdadera clase maestra de cine. Otro caso que me viene a la mente es Norte (2013) de Lav Diaz, donde hay una escena que me gusta mucho: en un momento llega un mototaxi del mercado, la señora abre su puesto, y en un plano sencillo, la cámara se acerca un poco. Eso me recordó a Iquitos o al mercado de mi barrio, y pensé: “Qué chévere que eso sea cinematográfico, que eso esté en una película, y que sea tan sencillo al mismo tiempo”. Es algo que he visto en mi casa y que nunca imaginé ver en la pantalla.
Creo que fue en ese momento cuando empecé a interesarme por cinematografías fuera de las grandes ciudades, como las de Asia, el Medio Oriente o África. Lo importante en esas películas era otra cosa: mostrar a las personas, contar nuestras historias. No sé, el cine de Ousmane Sembène me gusta mucho también. De ahí, me fui metiendo cada vez más en la cinefilia, que, en definitiva, ha sido mi camino de formación.
INTERMEDIO: La entrevista tuvo que ser interrumpida. Marco debía subir unas escaleras e ingresar nuevamente a la sala de cine “Ventana Indiscreta”, cuando estaba terminando la función de Kinra. Fue recibido entre aplausos de sonora emoción, por espectadores llenos de interrogantes. No puedo dejar de lado las preguntas que le hicieron, ya que abrieron otras preguntas que le hice muchos minutos después.
Espectador 1: ¿Cómo fue la dirección de actores? ¿Trabajaste con actores profesionales o ninguno lo era? ¿Fue difícil?
Ninguno de los actores era profesional. Al principio pensé que sería difícil, que tendría que hacer seis meses de ensayos, pero afortunadamente no fue así. Mi teoría es la siguiente: yo hablo quechua, y si alguien me hace una pregunta en quechua, con valentía le respondo en quechua. El tema es que, en nuestro país, existe mucho clasismo. Si vas como director y además eres blanco, se genera una distancia, y lamentablemente hemos creado esas distancias. Las personas lo notan cuando se dan cuenta de que hay dinámicas de poder, de una sensación de que yo estoy por debajo y tú estás por encima.
Ahora mismo, se cree que soy famoso, pero soy una persona común y corriente, con virtudes y defectos. Si voy a la calle, nadie se da cuenta de que soy director. Yo nunca me presento así, ni digo que estoy haciendo algo especial. Simplemente sé que tengo un proyecto que debe construirse de una manera y no he ido con esa actitud de director. No he pensado que estamos haciendo algo por encima de los demás.
He tratado de ser más cercano, sobre todo porque se hablar, para mí, es algo que vincula mucho con las personas. Nací en Chumbivilcas, entiendo un poco el contexto, no estoy alejado de la realidad. Pensé que dirigir sería más difícil, precisamente porque tenemos muchas ideas preconcebidas que nunca ponemos a prueba. Yo he tenido el privilegio de poner a prueba esas ideas, y dije: "Quiero que salga natural, voy a buscar la manera de hacerlo realmente". Eso, para mí, es fundamental.
Espectador 2: Es la segunda vez que veo la película y ahora le he encontrado más detalles. Mi pregunta está relacionada con los diálogos, que se sienten muy naturales. ¿Eso ya estaba plasmado en el guion, o los actores aportaron algo más a esos diálogos?
Sí, eso es algo que ocurre cuando conoces bien tu contexto. Sabes cómo hablas tú mismo y cómo hablan los más cercanos a tu entorno. Muchas de las cosas estaban escritas en el guion, como marcas y una idea general. Pero yo sabía que, al final, quienes iban a interpretar eran los actores, y los escuchaba. A ellos también les pedía que usaran las mismas palabras que ellos usan en la vida cotidiana, pero sin salirse de lo local. O sea, todos hablamos el mismo idioma, entendemos las mismas palabras. No se trata de inventar algo nuevo, sino de tomar el contexto de nuestra realidad para desarrollarlo. Creo que eso hizo que los actores se sintieran mucho más conectados con el fin de la película y, en consecuencia, representaron mucho mejor lo que queríamos transmitir.
Espectador 3: ¿Cuál era realmente el propósito que querías transmitir al público? Porque, desde mi punto de vista, se siente nostalgia y una mirada fresca hacia las cosas cotidianas que has plasmado en la película.
Creo que el objetivo principal era que las personas quechua hablantes se vean reflejadas en la pantalla y se sientan identificadas. Queríamos que nos auto-reconociéramos y nos auto-representáramos. Entiendo que en Perú se han hecho muchas películas en quechua, pero al verlas, uno dice "nosotros no hablamos así, no somos así". El objetivo era justamente que, al ver la película, los quechua hablantes pudieran decir "así hablamos, todo bien". Claro, no fui yo quien aprobó eso al final; fueron los propios actores quienes validaron todo.
Antes de despedirse, Marco pidió que alentarán a través de las redes sociales a sus contactos a ver Kinra. “Ayúdenme en el enfrentamiento con Gladiador II”, dijo sonriendo, en referencia a la película norteamericana que se iba a estrenar en la misma fecha de su película. Después de firmar numerosos afiches de su película, y ser buscado como rock star para fotos, pero sin perder el gesto sencillo, volvimos a la oficina para seguir conversando.
FIN DEL INTERMEDIO
Me mencionabas sobre los directores que te han influido, la no ficción y las películas que han pasado por Transcinema, lo cual me parece muy interesante. Esto también me lleva a pensar en la influencia de los festivales en tu obra. Algo que llamó mucho mi atención en tu película, especialmente en el tratamiento de los espacios y la composición, es cómo se establecen dos grandes contrastes. Por un lado, el espacio del personaje principal con su madre, donde predominan los encuadres cerrados, más íntimos, y una visión del paisaje con una composición sobria. Por otro lado, el tránsito hacia la ciudad: el viaje en cúster con discusiones y gente amontonada, y luego el espacio con el amigo, rodeado de fotocopias e impresiones, donde hay un notable recargamiento de gráficas y colores de los servicios ofrecidos. ¿Esta diferenciación entre el lugar de origen y la ciudad fue algo que planificaste deliberadamente para establecer esa distancia, o en todo caso cómo concebiste ese aspecto de la película?
Creo que, más que planificarlo de manera estricta, he tomado en cuenta los lugares donde ya tenía una conexión personal. No los elegí al azar; eran espacios que conocía bien. Por ejemplo, en algún momento trabajé frente a la universidad haciendo tipeos, edición de video y cosas por el estilo, y mis amigos también. Por eso, busqué grabar en lugares que formaban parte de mi experiencia, que había visto y que sabía que existían tal como se muestran. Las fotocopiadoras recargadas de colores, los espacios abarrotados, la carretera donde todo parece teñido de amarillo... Todo eso viene de lugares reales que, de alguna manera, ya estaban en mi memoria.
Es más, para decirlo en término de André Bazin, como un intento de captura de lo real, en su mayor autenticidad posible.
Sí, creo que construir escenarios desde cero puede ser costoso en términos de presupuesto y, a veces, incluso frustrante, porque nunca terminas satisfaciendo completamente las expectativas del director o del director de arte. Además, en muchos casos, siento que es un trabajo innecesario.
En mi caso, preferí grabar en lugares reales porque ya tenían todos los elementos necesarios, y estaban ahí por una razón: formaban parte de la vida cotidiana de las personas, de sus necesidades. Además, esos lugares me parecían bonitos, incluso hermosos, tal como eran, sin necesidad de intervenirlos o “embellecerlos”.
Entiendo que el arte a menudo se lee desde una perspectiva en la que hay una estética muy definida, y que el desorden o la precariedad no siempre se perciben como artísticos. Pero mi intención fue, más bien, filmar esos espacios con cariño, sin juzgarlos. Para mí, esos lugares, que algunos se pueden ver como precarios, sucios o reflejo de pobreza, son espacios llenos de valor, porque ahí hemos vivido y crecido.
¿Consideras que tu acercamiento al trabajo de arte en la película fue más intuitivo que racional, dejando que todo encajara naturalmente, sin sobrepensar o intentar construir algo muy elaborado?
Es que el trabajo de arte tiene un objetivo que muchas veces está orientado a convertir la película en un producto, donde todo está perfectamente colocado, casi como si fuera un escaparate. Pero eso no necesariamente significa pensar realmente el arte. A veces, se trata más de una búsqueda estética de quienes hacen la dirección de arte, de poner elementos que se vean bien. Yo, en cambio, decidí alejarme de eso porque sentía que iba en contra del contexto que quería retratar. En ese sentido, quizás mi decisión fue más racional, pero también creo mucho en la intuición y en el trabajo que requiere sostener esa visión. Fue importante defender ese enfoque, especialmente porque muchas veces el entorno —los compañeros, el equipo— piensa que la única manera de hacer cine es siguiendo esos estándares estéticos más convencionales.
Quienes han realizado la dirección de arte, ¿se han dedicado previamente al cine o no?
No, en Kinra mi mamá fue codirectora de arte junto con un compañero que es biólogo, pero que tiene una gran pasión por todo este universo de trajes, danzas y costumbres del Cusco. Es alguien a quien realmente le gusta este ámbito, aunque trabaje como biólogo. Muchas de las cosas que aparecen en la fotocopiadora, por ejemplo, fueron ideas de Carlos, este compañero. Mi mamá, por su parte, conocía muy bien el contexto: las comidas, las tradiciones, los detalles cotidianos. Por ejemplo, sabía hacer la sopita de chuño en cuestión de minutos, mientras que un director de arte convencional tal vez hubiera tenido que investigar las 25 formas posibles de prepararlas antes de llegar a algo.
Eso fue invaluable porque habría sido complicado trabajar con un director de arte que constantemente me dijera "necesito esto, necesito aquello," especialmente en términos prácticos. Además, creo que el cine no necesariamente debe surgir de un proceso académico rígido, sino de la confianza en el conocimiento del contexto. Esa dinámica fue muy favorable. Unimos fuerzas desde diferentes perspectivas: personas que no habían hecho cine antes, pero que eran quechua hablantes y entendían perfectamente el entorno, y compañeros citadinos que estaban en una carrera cinematográfica.
A veces se siente muy marcada esta distinción entre "vives en el campo" o "vives en la ciudad," pero yo me muevo en ambos contextos con naturalidad, sin dificultad. Para muchas personas, hacer una película puede parecer algo nuevo o difícil, pero no es imposible. Creo que este enfoque fue parte de una búsqueda normal, no extraordinaria. No es la primera vez que se hace una película bajo estos términos; hay una tradición enorme en el cine mundial que sigue este camino, de hacer las cosas desde el contexto, con honestidad y practicidad.
¿Quiénes se encargaron del trabajo de fotografía y sonido?
El director de fotografía fue Alberto Flores Vilca, conocido por su cortometraje Mamapara (2020), uno de los más destacados en festivales durante los últimos años. También estuvo Pierre Pastor, de Arequipa, quien ha trabajado como primer y segundo asistente de cámara en las películas de Miguel Barreda. Ambos aportaron una gran complementariedad tanto en lo técnico como en la visión artística. Alberto habla quechua, lo que permitió una conexión más cercana con las personas y el contexto, mientras que Pierre, con su enfoque tranquilo y no impositivo, contribuyó a un ambiente colaborativo. A veces, los equipos de fotografía pueden resultar muy demandantes, pero Pierre manejó las cosas con delicadeza.
Ellos asumieron la codirección de fotografía, lo cual creo que enriqueció la película con sus aportes. Aunque siempre surgen desafíos durante una producción, trabajaron juntos de la mejor manera posible. Para ambos, como para el resto del equipo, esta era una experiencia nueva, y esa disposición y entusiasmo por lograr el mejor resultado fue clave. El equipo de fotografía fue reducido: solo cuatro personas, entre dos jefes de área y dos asistentes.
En cuanto al sonido, César Centeno estuvo a cargo del sonido directo. Él estudió en Cuba y es un profesional muy talentoso, con experiencia en varias películas. César es bastante exigente, lo que nos planteó retos porque a veces, por presupuesto o por las características de Kinra, no podíamos cumplir con todas sus expectativas. Sin embargo, se adaptó bien al proyecto y entendió que nuestra prioridad no era tanto cumplir con estándares técnicos estrictos, sino enfocarnos en registrar lo esencial.
Recuerdo una idea de Ignacio Agüero, quien decía que la cámara y el sonido deben ser tan simples como una silla o una mesa: herramientas para servir al objetivo principal. Pero a veces, pedirle eso a un profesional con formación puede ser complicado, ya que muchos se aferran a un enfoque técnico más rígido. En Kinra, buscábamos algo diferente, más enfocado en el contexto que en la perfección técnica.
Además, para mí era importante trabajar con un equipo regional. En el cine peruano, suele ser común recurrir a profesionales de Lima, pero yo conscientemente decidí que no quería eso. Hay diferencias marcadas en la experiencia y la forma de trabajar entre las personas de Lima y de las regiones, y sentí que necesitábamos esa cercanía con el contexto local. Por eso, el equipo se formó principalmente con personas de Cusco, Puno y Arequipa. Ese enfoque fue valioso porque, al final, son ellos quienes validan el proyecto y lo hacen suyo.
Creo que hay una secuencia que resume muy bien la búsqueda de la película: aquella en la que vemos a las personas trabajando con cemento y ladrillos para construir una casa hacia el final. El encuadre simplemente registra eso, el tiempo se dilata, y un espectador acostumbrado a películas más convencionales podría preguntarse qué demonios está pasando. De pronto, hay un momento de desenfreno cuando llaman al ingeniero, quien aparece con “cara de palo” a pesar de ser el padrino, haciendo todo lo que le piden sin mayores ganas, mientras los demás bailan en un clima carnavalesco. Hay un contraste entre esos “tiempos muertos”, donde simplemente se trabaja, y esta gran juerga donde se chupa, se usa una máscara y se danza. Y, aunque la cámara está fija, se siente una gran energía en el campo visual. Esos contrastes, ¿fueron planificados de antemano?
Creo que el contraste está presente en todos los aspectos de la película. Para mí, el contraste está incluso en la fotografía: la sombra negra y el sol brillante reflejan esa dualidad. Esto también es parte de cómo percibo nuestro país, donde lamentablemente las oportunidades dependen de si eres blanco o no, si tienes educación o no, o incluso de tu género. Estos contrastes, tanto para bien como para mal, son una realidad constante en el Perú y forman parte esencial de la propuesta de la película.
Por ejemplo, en términos visuales, quisimos reflejar contrastes entre la modernidad y la naturaleza. Hay momentos donde aparece mucha ciudad en medio del paisaje, o escenas como la del inicio, donde los personajes, vestidos con ropa moderna de construcción, están comiendo en el suelo, en una cocina también en el suelo. Muchas escenas que podrían percibirse como rurales, en realidad ocurren en la periferia de la ciudad. La fiesta, por ejemplo, se filmó en Cusco, pero en un barrio cercano a las montañas, porque esa es la realidad de muchos espacios periurbanos. De hecho, esa casa pertenece a un amigo que vive con su esposa, el fue el productor de campo.
El contraste entre lo urbano y lo rural, lo moderno y lo tradicional, está siempre presente porque refleja lo que vivimos en este país. Incluso en la construcción, mientras trabajas con cemento, la tierra sigue ahí, como parte del entorno.
En cuanto a los personajes, también buscábamos reflejar este contraste. Por ejemplo, en un inicio pensé que el ingeniero debía ser un personaje blanco y citadino, lo cual caía en un prejuicio común. Pero finalmente decidimos que fuera un ingeniero quechua hablante, y el significado de su presencia cambió por completo. Ya no es simplemente un "blanco" en un espacio comunitario, sino que se convierte en una autocrítica a los quechua hablantes que logran posiciones como ingenieros y, de algún modo, se alejan de sus raíces.
Así, muchos personajes terminan siendo una forma de autocrítica hacia nosotros mismos como quechua hablantes, como marrones. Este enfoque buscó mostrar el contraste no solo como un conflicto entre "otros" y "nosotros", sino también dentro de nuestra propia identidad.
LA VUELTA A LOS ORÍGENES
Lo interesante de la película es que esto está sugerido; no lo subraya. Las imágenes hablan por sí solas, mostrando esa relación con los orígenes y cómo la vida en la ciudad o la vida universitaria parecen cambiar al personaje, generando casi una amnesia. ¿Es esa una de las ideas que querías transmitir?
Sí, definitivamente. Y también en nuestro contexto, a veces esa relación con los orígenes tiene que ver con el estatus. En mi caso, he tenido cierta libertad, pero para otros amigos, sus padres les decían cosas como lo que le decía la mamá de Solischa en la película, por ejemplo: "Tienes que ir a la universidad para que no seas como yo". Esa presión es común. Si los padres no tienen educación, si no saben leer ni escribir, no pueden guiar a sus hijos, lo que genera en ellos un sentimiento de abandono. Crecen a su manera, según su propio criterio, y un poco en orfandad. Al final, algunos reniegan de sus orígenes, no porque lo elijan conscientemente, sino porque sus padres no tuvieron las herramientas para afrontar las dificultades de la vida.
Creo que existe un mundo quechua muy grande, un mundo aymara, un mundo amazónico, que ha intentado insertarse en la modernidad, pero aún le faltan derechos. Estamos en desventaja, y esto no son solo mis palabras, sino también las de los actores, que son muy conscientes de esa realidad. Es por eso que siento que la película los representa muy bien, y estoy contento con eso.
¿Cómo manejaste la dirección de actores en el caso del parco ingeniero?
Hay una palabra en quechua que me gusta mucho: "qarauya", que significa "cara de palo". Yo le decía a él, "vas a estar "Qarauya", y él entendía perfectamente lo que tenía que hacer. Es interesante, porque recientemente alguien muy cercano a mí, que es de Cusco pero vive en Europa, vio la película. Me comentó que el personaje del ingeniero le recordó a ciertos familiares que, aunque nacieron en Cusco, ahora viven en Europa. Ellos, como el ingeniero en la película, muestran esa "cara de palo".
A mí mismo me ha pasado. Cuando no eres de Cusco, la gente te juzga mucho. Eso lo había visto antes, como cuando el hermano de un amigo mío, que era ingeniero y aún no terminaba la carrera, recibió un teodolito como regalo de cumpleaños. La familia estaba muy feliz porque él estaba logrando algo, y eso es algo que todavía está presente en muchas comunidades. Se le rinde mucha pleitesía al que alcanza un nivel profesional. Pero, ¿qué sucede en ese intermedio, en ese proceso de convertirse en un profesional?
La secuencia de la fiesta es muy divertida, pero en realidad, el humor está presente a lo largo de toda la película. Los diálogos, como ya se mencionó, son muy naturales y parecen improvisados, lo que hace que muchos momentos sean graciosos. ¿Qué tan planificado fue ese humor y cuánto hubo de azar en las situaciones cómicas que los personajes expresan?
Creo que el humor es algo que forma parte de nuestro día a día. Si no fuera así, no podríamos soportar la vida. Son bromas que me han hecho a mí, que yo he hecho con mis amigos, y eso es algo común entre las personas. Este humor no fue algo que impusiera de manera forzada, sino que me parecía natural reflejarlo, porque es parte de nuestra vida cotidiana. Me gustaba mucho la idea de que nuestras formas de hablar y bromear estuvieran presentes en la película. Además, esas bromas pueden ocultar aspectos más profundos, como el racismo o el clasismo. Por ejemplo, cuando alguien dice: "Has venido a la ciudad porque estás hablando quechua", no lo dice de manera despectiva, sino en tono de broma, y eso también forma parte del contexto de la película.
El trabajo de los actores fue clave, porque les decía que integraran esa mezcla de castellano y quechua, algo muy común en Cusco, que llamamos "quechuañol". Eso tenía que estar presente, porque refleja la realidad del lugar. Al final, todo lo logrado es mérito de los actores. Yo los guié por ese camino, pero nunca los saqué fuera de su contexto. Era importante que todo fuera auténtico y fiel a lo que son.
Un tema interesante, ya saliendo de la película en sí, es la representación de nuestro país como tal. Me parece interesante cómo, en ocasiones, ciertas representaciones del Perú en algunas películas se sienten artificiosas. Pensando, por ejemplo, en Transformers: El despertar de las bestias (2023), donde hay imágenes de Cusco que parecen más un video de "Marca Perú". ¿Has reflexionado sobre eso? ¿Sobre cómo se representa Cusco o el Perú en general en otras producciones cinematográficas?
He visto varias películas que representan Cusco. El secreto de los incas (1954), con Charlton Heston, se desarrolla en Cusco, y tiene esa estética de "casa del tesoro", algo muy típico de Hollywood. Lo mismo pasa con Transformers, donde, aunque las imágenes impactan, lo más interesante para mí es que uno de los Transformers habla quechua. La gente se ríe, pero eso es algo que, por ejemplo, no vemos en las películas peruanas. En el Perú, a veces los extranjeros, como los gringos, aprenden quechua más fácilmente que los propios peruanos, sobre todo los hijos de quechua hablantes que crecieron en Lima y cuyos padres, por miedo al estigma, no les enseñaron el idioma. Es triste ver que ese "camino hacia atrás" es tan difícil para muchos, mientras que en una película como Transformers, un personaje puede hablar quechua, lo cual es un detalle valioso.
Claro, toda la película es superficial y tiene esa estética de Hollywood, al igual que la película de Charlton Heston, pero lo que me parece realmente significativo es la inclusión del quechua. La representación siempre está en debate, y, por ejemplo, creo que muchos cusqueños, o incluso quechua hablantes, serán muy críticos con Kinra. Dirán "eso no se hace así". Al final, en cada película, siempre está presente esa búsqueda de verse reflejado de manera fiel, de sentirse bien representado. Es algo que le pasa a cualquier película, siempre hay una reflexión sobre cómo se presenta la realidad.
CINES REGIONALES
Buena parte de lo que hemos conversado me recuerda al neorrealismo italiano, que destacaba por usar actores no profesionales y mostrar lugares cotidianos, creando una conexión poderosa con los espectadores. Recuerdo que hace muchísimos años entrevisté a Flaviano Quispe. Él mencionaba cómo algunas películas regionales lograban una conexión honda con el público a diferencia, por ejemplo, de El Señor de los Anillos. Aunque se señalara que las actuaciones no eran perfectas o el acabado técnico limitado, lo que realmente enganchaba a la audiencia era ese reflejo auténtico de sus realidades, algo que liberaba al espectador de las convenciones habituales del cine y las series.
Estoy de acuerdo. El cine regional aporta esa frescura al cine en general: ver a tu propia gente en la pantalla, simplemente porque están allí. Además, no había una gran tradición de películas que representaran a las personas quechua hablantes, ni imágenes sobre épocas como la de las haciendas. En los últimos 30 o 50 años, ha comenzado a surgir una tradición de cine sobre los Andes, especialmente en Perú y Bolivia, aunque no es que hayamos crecido con esas películas. Muchos de nosotros vimos, por ejemplo, Juanito el Huerfanito (2004), Pishtaco (2003) o las películas de Jarjachas, pero en realidad, esta tradición nueva está siendo construida ahora por realizadores que son quechua hablantes. Pienso en el cine iraní, y en cómo figuras como Kiarostami fueron reconocidas tras mucho tiempo, igual que lo fue Chacalón en su contexto. Esa construcción de una tradición auténtica ha sido posible en los últimos 30 años, porque antes, las televisoras extranjeras solían grabar los Andes desde una perspectiva distante. Ahora, por fin, se está trabajando de manera más cercana, con historias que nos representan, con personajes que nos son familiares y reflejan nuestros problemas y nuestra forma de ser.
Recuerdo que vi Jarjacha, El demonio del incesto (2000) de Melintón Eusebio en el Cinematógrafo de Barranco, un cine club que fue muy popular en Lima. Desde una perspectiva convencional, uno podría pensar que no tiene buenas actuaciones, pero aun así la película lograba crear una atmósfera inquietante. Para mí, funcionaba. Luego llegaron películas como las de los Catacora, como Wiñaypacha (2017) y Yana Wara (2023). ¿Has visto estas películas? Creo que son algunos de los grandes picos del cine de regiones.
Creo que hay un diálogo entre ellas. El quechua, el aimara y los Andes en general tienen muchas similitudes, así como ocurre con las películas de la ciudad, que también comparten ciertos elementos. Yo me siento heredero de todo esto. Cuando salió Manco Cápac (2020) o cuando apareció Wiñaypacha, me preguntaba: ¿por qué nunca se pone al hijo en estas historias? En este sentido, Manco Cápac me parecía una respuesta a la vida del hijo, a la pregunta de quién había sido. Estas películas dialogan con el cine que estamos haciendo en el país, y eso me parece fundamental. Esta es la tradición con la que estamos creciendo y que vamos a continuar desarrollando.
Esas películas empezaron a surgir alrededor de 2014-2017, un período en el que yo también estaba escribiendo mi guion. Las realidades que se muestran son muy cercanas, y uno siente que debe contar esas historias. Durante el casting, muchos me decían: "mi vida es así, quiero que la cuentes". Incluso después me decían: "¿Cuándo van a hacer otra película? Mi historia es dramática".
En los Andes, hay una tradición de sufrimiento, porque eso es lo que hemos vivido, lamentablemente. Padres y abuelos crecieron en las haciendas, en condiciones precarias, trabajando mal remunerados. Esa es la vida cotidiana, y cuando se lleva al cine, la gente dice "otra vez un drama". Pero, claro, nuestra vida es un drama. La violencia machista es muy fuerte. ¿Cómo no voy a retratar algo que no he vivido intensamente? Por ejemplo, nuestra editora, cuando leyó la primera versión del guion, me dijo: "Este es un melodrama, ¿no?". Claro, si no has vivido esa vida, te puede parecer melodramático, pero la vida en el día a día es muy difícil. Hay una tradición de retratar nuestra vida tal cual es, y ha sido así, dramática. Wiñaypacha refleja mucho de eso: la vida de muchos hijos que se han ido y nunca han vuelto. Eso es real.
Mis abuelos vivían en Kinra, y mi abuelo no quería irse de ahí, a pesar de todo. Cuando su salud se deterioró, lo llevaron a Cusco y falleció allí. Si conoces a alguien de cualquier parte del Perú, probablemente te contará algo muy parecido, porque esa es nuestra historia colectiva.
Cuando me enteré de que Kinra había ganado en Mar del Plata, nos pusimos a investigar en la web de Ventana Indiscreta qué otras películas habían recibido el máximo galardón en dicho festival, y entre ellas se encuentran Fresas Salvajes (1957) de Ingmar Bergman y Bonnie y Clyde (1967) de Arthur Penn. ¿Cómo asumiste recibir un galardón tan prestigioso?
Fue una gran sorpresa. Estaba muy feliz con la selección en sí, y más aún al recibir el galardón. ¿Qué más podría pedir? Creo que el cine peruano, en general, no está estructuralmente preparado para enfocarse exclusivamente en festivales específicos. Las producciones en Latinoamérica y otras partes del mundo, a veces, ya tienen en mente que sus películas están hechas para ir a Cannes o competir por un Oscar. Sin embargo, en el cine peruano las posibilidades son más limitadas, y nuestra estructura es bastante precaria, por lo que no podemos pensar en esos términos.
Para mí, el camino natural de las obras peruanas es ahora la exhibición alternativa, quizás algunos festivales, pero la sorpresa para mí fue realmente el hecho de ser seleccionado y, por supuesto, de haber ganado. Superó cualquier expectativa que pudiera tener. Estoy muy contento, no solo por el galardón, sino también porque ha alegrado al público, incluso a aquellos que aún no han visto la película, y que están contentos de que esté en quechua. Además, este premio ha sido un respaldo importante para mi carrera.
Los festivales son subjetivos, así que trato de tomármelo con calma. Pero me alegra mucho que el equipo que trabajó en la película también haya recibido este reconocimiento. Sin embargo, también reconozco que los festivales son como una ruleta rusa; no todas las buenas películas peruanas ganan premios, y algunas ni siquiera han sido vistas. Pero creo que este galardón es un reconocimiento al cine que se hace fuera de Lima, al esfuerzo que se ha invertido en fortalecer el cine peruano en los últimos diez años. Gracias a los estímulos económicos, hemos podido hacer películas y ampliar un poco más la diversidad, así que este premio es, en última instancia, para el cine peruano.
¿Tienes algún proyecto en mente o estás pensando en una segunda película? Por otro lado, ¿hasta qué punto Kinra tiene un componente autobiográfico?
Creo que nos falta mucha estructura en el cine peruano, sobre todo en términos de independencia. No me gustaría depender tanto de otros profesionales del cine. Me gustaría hacer una película más pequeña, aunque, en este momento, no tengo un proyecto específico en mente. Kinra fue un gran aprendizaje en muchos aspectos, y ahora la distribución se presenta como otro gran desafío. Si bien es posible hacer películas, no estamos en una posición que nos permita producir una cada año. Nuestra estructura aún no lo permite. Además, ahora que se están debilitando las leyes que nos apoyaban, la situación es aún más difícil.
Para hacer una película, no solo se necesita una buena producción, sino también una infraestructura adecuada en el país. Para exhibirla, necesitamos un sector de exhibición bien estructurado. ¿Cómo pueden las personas ir al cine si no están seguros de si la película se proyectará en todas las salas? Esa infraestructura es fundamental para que la gente vea cine peruano.
Actualmente, vivimos una crisis generalizada que hace aún más complicado que la gente vaya al cine. Si hay una gran huelga o presencia militar en las calles, cosas tan cotidianas como ir al cine se vuelven difíciles. No estamos en una situación en la que podamos producir películas todos los años y, mucho menos, asegurarnos de que se exhiban. Estamos luchando contra muchas dificultades. Con el decreto de urgencia que existía antes, parecía que había una forma de hacer que las cosas funcionaran, pero ahora todo se ha complicado aún más.
En cuanto a la película, claramente tiene una dimensión autobiográfica, pero más en el sentido de representar a muchas personas, no tanto de mi propia experiencia. Por ejemplo, yo nunca quise ser ingeniero, pero lo que más me toca personalmente es la búsqueda de un lugar donde quiero vivir, entre la ciudad y el campo. También está la añoranza de mi familia, de pensar si estaríamos mejor en otro lugar, aunque es difícil regresar. A veces siento que me falta dinero para construir mi propia casa y vivir tranquilo.
Lo que sí es más autobiográfico es la relación con mi padre. Nunca viví con él, y no le conocí. Mi mamá quería un hijo, no un marido. Esa ausencia paterna es algo muy común en Chumbivilcas, en Cusco y en muchas otras partes del Perú. Hay muchos padres irresponsables, y eso es algo que no solo afecta a mi familia, sino a muchas otras.
También hay elementos autobiográficos en pequeños detalles, como la escena inicial en la que se queman los ajíes, un castigo que le daban a mi abuelo y que ha sido parte de las historias familiares que siempre se cuentan. Aunque esa práctica ya no se realiza, en su momento era algo común. Otro aspecto autobiográfico es la cuestión de mi nombre: mi madre quiso llamarme Anatoli, pero el registrador lo anotó como Anatoni, y así quedó. Este error refleja una problemática muy extendida en el Perú, donde los nombres a menudo se modifican por equivocaciones en los registros oficiales, alterando las identidades originales. No es solo mi caso; este fenómeno afecta a muchas otras personas. En ese sentido, lo autobiográfico se entrelaza con lo colectivo. La película también explora la búsqueda de un propósito en la vida, ese anhelo de convertirse en ingeniero o profesional, un sueño que comparto con muchas personas de mi comunidad.
La imagen final de la cruz en la película es sugerente y emocionante. ¿Cómo la planteaste en términos simbólicos, especialmente en relación con el tema de identidad que atraviesa toda la película?
La imagen final de la cruz es muy poderosa, y en efecto, tiene un gran valor simbólico. Representa ese proceso de los quechua hablantes al tratar de asimilarse a las dinámicas culturales y sociales contemporáneas. Es un símbolo de la identidad en transformación, de cómo estas personas intentan reconciliar su herencia cultural con la realidad del mundo moderno. Además, el tema del DNI y los problemas con las partidas de nacimiento reflejan cómo muchas personas, especialmente en zonas rurales, aún enfrentan dificultades para ser reconocidas oficialmente, lo que añade una capa de lucha por la visibilidad y el reconocimiento dentro de una sociedad que a menudo les excluye.
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