Semana del Cine 2025: "Tardes de soledad" (2024): adoración a lo macabro
- Macarena Céspedes
- hace 10 horas
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En un documental divisorio sobre la tauromaquia, el cineasta español Albert Serra filma con solemnidad y fascinación al torero peruano Andrés Roca Rey en la arena.
Por Macarena Céspedes FESTIVALES / SEMANA DEL CINE

Albert Serra filma la vanidad como tragedia. En Tardes de Soledad, su cámara se instala en ese punto donde la belleza y la crueldad se confunden. El lente se adhiere a la piel, se deja envolver por el sudor, por la luz dorada, por el temblor del cuerpo que se prepara para ser mirado. No importa si el torero triunfa o cae, sino el espectáculo del sacrificio, la obstinación por convertir el dolor en forma.
El documental construye su propia liturgia. La cámara observa la rutina del hábito con la misma reverencia con la que registra la sangre del toro. Todo tiene un mismo peso ritual; el botón que se abrocha, el estoque que se limpia, el cuerpo que se tensa. Serra muestra la precisión casi monástica del torero, pero evidenciando el giro. Bajo la apariencia de la devoción, se revela el ego. Cada movimiento está cargado de vanidad, de una masculinidad que se sostiene sobre una muerte ajena.

Ahí reside la paradoja que Serra despliega como crueldad barroca, la belleza del gesto se alimenta de la brutalidad que lo origina. El traje de brillantinas reluce con el reflejo de la sangre y la elegancia del cuerpo solo existe porque otro ha sido herido. La cámara, inmóvil y sofocante, multiplica esa tensión. Con sus planos largos y cerrados convierten la arena en un claustro. Cada plano se vuelve una celda donde el espectador, igual que el torero, no puede escapar del acto que se repite y causa en el un embelesamiento por la caída de cualquiera de los dos actores.
Serra hereda la teatralidad del barroco español y su la fascinación por el exceso. Lo que antes era un drama de fe ahora es un espectáculo de ego. La tauromaquia, en su lente, se convierte en el emblema de una España que sigue embelleciendo su violencia, que sigue haciendo de la crueldad una estética nacional. Todo en Tardes de Soledad está dispuesto como un retablo: los cuerpos, la luz, el polvo, el color del sudor mezclado con sangre. La cámara ya no registra el mundo, sino lo adorna.

Y, sin embargo, en ese ornamento persiste el horror. Serra filma el odio al toro sin nombrarlo. No hay discurso, solo su evidencia: la forma en que el animal respira antes del golpe, la quietud de su cuerpo inerte después. Frente a él, los hombres repiten su rito vacío, convencidos de que hay honor en la destrucción. Pero el toro, al morir, devuelve la mirada. En ese instante, el mito se desmorona y el espectáculo taurino se revela como el eco colonial de una comedia de masculinidad.
Su cámara observa, con una mezcla de asombro y repulsión. Y lo que nace de ello es algo profundamente incómodo; la certeza de que la belleza puede nacer del horror, y de que el arte –cuando se acerca demasiado a la muerte– ya no nos enseña nada, solo nos refleja. Porque la cámara, como nosotros, ya no busca comprender, solo quiere seguir mirando cómo cae el cuerpo, cómo brilla la sangre, cómo el arte, otra vez, implosiona sobre la pantalla. Serra recorre lo que es llevar la meticulosidad de un deporte de élite al ruedo, pero también la brutalidad que esta misma trae en cada gesto de dolor o gota de sangre.

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