Semana del Cine 2025: "Una quinta portuguesa" (2025): raíces y simulacros
- Marcelo Paredes

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Avelina Prat convierte una casa en Portugal en el escenario de una meditación sobre la identidad, la memoria y la necesidad de volver a echar raíces en un mundo que ha olvidado lo que significa pertenecer. Una de las joyas ocultas de esta reciente edición de Semana del Cine.
Por Marcelo Paredes FESTIVALES / SEMANA DEL CINE

Ya con el título se deja entrever las dos ideas centrales que Avelina Prat desarrolla en su película. Por un lado, “quinta” alude a una vivienda amplia, un tipo de espacio que hoy resulta cada vez más inusual, en tiempos donde los hogares se reducen hasta parecer ratoneras. Aquellas casas donde convivían varias personas y la vegetación era parte del entorno ya casi no existen, pero esa idea de naturaleza y raíces —literal y simbólicamente— recorre todo el filme. Por otro lado, el adjetivo “portuguesa” remite a la identidad, al sentido de pertenencia y al origen, conceptos que la película explora con sutileza y profundidad.
La palabra “portuguesa” puede referirse a una nacionalidad concreta, pero Prat la extiende a un plano más universal. Así como se menciona a Portugal, también aparecen otros países como España, Alemania, Serbia o Angola, todos citados a lo largo del relato. Lo que la directora propone no es un nacionalismo simplista, sino una reflexión sobre los orígenes diversos que nos definen como seres humanos. Ese tema atraviesa los testimonios, las leyendas y los diálogos que conforman la narración: historias donde el lugar de procedencia ya no importa tanto como la manera en que lo recordamos. Desde ahí, Prat construye una meditación sobre el regreso, sobre la búsqueda del hogar y el significado mismo de “casa”, preguntándose por qué en algún momento se perdió su valor.

El protagonista, Fernando (Manolo Solo), encarna esa búsqueda. Desde las primeras escenas se nos presenta como un hombre fascinado por la geografía y los mapas, alguien que disfruta dibujar los contornos de territorios que nunca ha pisado. En una conversación, le preguntan por qué no vive esos lugares en lugar de imaginarlos, y en esa pregunta se encierra su conflicto: ha vivido refugiado en el simulacro. Su existencia cambia cuando su esposa, Milena (Kasia Kapcia), desaparece misteriosamente. Esa ausencia rompe su realidad artificial y lo obliga a empezar de nuevo. Así, asume la identidad de un jardinero llamado Manuel para trabajar en una quinta en Portugal, iniciando un proceso de reconstrucción personal que se convierte también en una forma de purgatorio.
Esa casa funciona como un espacio de tránsito entre la vida anterior y una nueva etapa, una especie de limbo donde Fernando, ahora Manuel, debe aprender a vivir con autenticidad. Prat evita el drama histriónico o el uso de recursos de género como el terror, pero construye una atmósfera cargada de misterio y contención. Todo avanza bajo su propio ritmo, con una cadencia serena que refuerza el sentido cíclico del viaje. Sin embargo, el film deja entrever cierta timidez formal: se percibe una oportunidad no aprovechada para profundizar en el componente fantástico que el entorno sugiere. Esa falta de riesgo limita un poco el potencial simbólico de la historia.

Este reparo se nota especialmente en el personaje de la dueña de la quinta, interpretada por María de Medeiros, cuya función se reduce a verbalizar ideas que podrían haberse expresado visualmente. Aun así, su presencia añade un matiz inquietante: es quien recuerda los fantasmas del pasado y la necesidad de enfrentarlos. La película se queda, sin embargo, más en el terreno del diálogo que en la experiencia sensorial, lo que impide que ese componente espectral cobre verdadera fuerza. A pesar de ello, Una quinta portuguesa mantiene firme su mirada crítica hacia el presente que nos hace más intercambiables.
Porque, más allá de sus vacilaciones, el filme habla de un mal contemporáneo: la naturaleza prescindible del ser humano en el mundo moderno. Prat muestra cómo las personas se han vuelto fácilmente reemplazables, despojadas de raíces o pertenencia, lo que las vuelve más manipulables y desechables. La película, en cambio, aboga por lo contrario: por la necesidad de echar raíces, de formar parte de una comunidad, de sentirse querido sin importar las circunstancias. Aunque pudo arriesgar más en el plano formal, su tono sobrio y su ritmo contenido terminan jugando a su favor. En suma, es una obra pequeña pero muy interesante, una reflexión serena sobre la identidad, la pérdida y la posibilidad de volver a habitar el mundo.

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