"Tiburón" (1975): más que un "blockbuster"
- Marcelo Paredes
- 1 sept
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A medio siglo de su estreno, Tiburón regresa a las salas de cine para recordarnos por qué marcó un antes y un después en el cine popular. Más que el inicio de los blockbusters, es una obra maestra sobre el miedo, la autoridad y los límites del control. Esta crítica no busca descubrir nada nuevo, sino reconectar con las razones que siguen haciendo de esta película una experiencia tan intensa y vigente.
Por Marcelo Paredes CRÍTICA / CARTELERA COMERCIAL

Cuando un enorme tiburón blanco comienza a atacar a los bañistas en una pequeña isla turística, el jefe de policía local, un oceanógrafo y un cazador de tiburones se embarcan en una peligrosa expedición en alta mar para darle caza. Unidos por una amenaza común, deberán enfrentar el desafío en condiciones extremas mientras la comunidad costera entra en pánico.
Este texto no busca dar un nuevo acercamiento, sino simplemente recordar por qué Tiburón (Jaws. 1975) es la obra maestra que es, a propósito de su reestreno por sus 50 años. Y sí, la frase “ya se ha dicho todo” puede ser cliché, pero también cierta: pocas películas han sido tan analizadas, celebradas o imitadas como esta. Sin embargo, a veces conviene volver no para descubrir, sino para reconectar con lo esencial.
Cuando se habla de esta película, lo primero que se menciona es que fue el primer gran blockbuster de Hollywood, que catapultó a Steven Spielberg y lo convirtió en el director que conocemos, abriendo paso a muchas de sus otras obras maestras. Pero Tiburón es más que eso. La mayoría de veces que se la celebra, se hace desde su impacto comercial: cómo fue una película furor, cómo cambió las reglas del juego para el cine popular. Pero no se habla tanto de su potencia cinematográfica, que es lo que realmente la hace grande.

Hay que entender que el filme, más allá de ser un éxito, es una película construida con una precisión admirable. El guion toma la esencia de la novela de Peter Benchley y la utiliza para plasmar sus propias preocupaciones autorales. La historia del ataque de un tiburón le sirve para hablar de un hombre, Martin Brody (Roy Scheider), que arrastra miedos, frustraciones, inseguridades. Esos temores, más que afectarlo solo a él, repercuten también en su familia.
La figura familiar siempre ha sido clave en el cine del director. A veces desde la mirada de la infancia, otras desde los padres. En este caso, la familia no está desmoronándose, pero sí se retrata la crisis del rol masculino. Brody siente que no cumple con lo que debería. Y será justamente la llegada del tiburón a la isla de Amity lo que le impone esta gran prueba: una oportunidad para demostrar si es capaz de proteger a su comunidad, de enfrentar sus temores y de convertirse en el líder que su familia —y él mismo— espera que sea.
Un plano clave en ese proceso es el uso del zoom inverso, el llamado “efecto vértigo”. Es un momento perfecto para observar cómo el cineasta, mediante la puesta en escena, nos mete de lleno en los miedos del protagonista. Más allá del tiburón o su tan mencionada fobia al agua, Brody teme que esta amenaza ponga en tela de juicio su rol como figura de autoridad. Y al no tomar acción de forma debida, pone en peligro también a su familia, que es algo que no quiere perder. Este encuadre no solo revela un sobresalto, sino una interioridad fracturada, una sensación de pérdida de control frente a lo que se desborda.

El tiburón no es cualquier criatura, sino una máquina, una fuerza destructiva. Spielberg no solo muestra su talento para construir suspenso, sino que también utiliza esta historia para hablar del mundo en el que vivimos. Amity representa una versión condensada de la sociedad: una comunidad que antepone intereses económicos al bienestar común, que minimiza los riesgos por miedo a perder dinero. En ese contexto, Tiburón se convierte en un relato sobre la unión, sobre cómo una amenaza invisible pero imparable pone a prueba el sentido colectivo, y sobre cómo incluso la naturaleza se revela ante la arrogancia del hombre.
La película también toca el tema de la negligencia de las autoridades frente a problemas reales. Esa criatura marina simboliza aquello que el ser humano no puede controlar ni ignorar. Pero será Brody quien, sin pretensiones, sin buscar fama ni reconocimiento, se enfrente a esa fuerza. No lo hace por aparecer en la portada de un periódico. Lo hace para probarse a sí mismo.
Asimismo, el tiburón puede entenderse también como el cúmulo de los males que rondan no solo en la sociedad, sino en el subconsciente del propio Brody. El miedo a fallar, a no estar a la altura, a ser irrelevante. Es solo enfrentándose a esa criatura que podrá superarse a sí mismo y emerger como alguien pleno. El tiburón no es solo amenaza externa, sino interna: un símbolo de todo aquello que nos impide avanzar si no lo confrontamos.

En ese viaje final, ya durante el tercer acto, lo acompañan Matt Hooper (Richard Dreyfuss) y Quint (Robert Shaw). Y es interesante cómo estos dos personajes encarnan extremos entre los que Brody se encuentra dividido. Por un lado, Quint es la tradición ruda, la experiencia, la dureza. Por otro lado, Hooper representa la academia, el conocimiento, pero también cierta arrogancia. Durante el clímax, Hooper está ausente, simbolizando que el saber por sí solo no basta. Quint, por su parte, paga caro su exceso de orgullo. Brody, en cambio, toma lo mejor de ambos, aprendiendo a actuar con coraje, pero también con cabeza. Así encuentra su camino, su integridad. Se convierte en un hombre completo: uno que puede proteger, pensar y sentir.
Hay elementos técnicos que también son esenciales para explicar su grandeza. La música de John Williams, con esos compases ominosos que anticipan el terror, es un ejemplo perfecto de cómo una partitura puede elevar la tensión al máximo. El montaje y la dirección de fotografía trabajan en conjunto para crear una sensación constante de amenaza, de que la bestia puede emerger en cualquier momento, incluso desde fuera de la pantalla. Ese es uno de los grandes logros de Spielberg: convertir al tiburón en una presencia latente, casi invisible, que genera miedo sin necesidad de mostrarse.

Ese miedo que despierta la película no se debe solo al diseño de una criatura, sino a la manera en que está construida narrativamente. El terror no es tanto físico como psicológico. Y el espectador, como Brody, también atraviesa una transformación. Hay una identificación clara con él, porque todos hemos tenido que enfrentarnos alguna vez a algo que nos supera, que no comprendemos del todo, pero que sabemos que debemos confrontar.
Más allá de los datos duros (su recaudación, su impacto cultural, sus récords), Tiburón es una obra maestra porque funciona en todos los niveles. Su historia, su realización, su trasfondo temático y su fuerza visual siguen impresionando. No importa cuántas veces se haya visto, siempre hay algo que redescubrir. Y para quienes la vean por primera vez, es importante saber que no se enfrentan solo a un clásico, sino a una película que sigue viva, que sigue respirando y que, sobre todo, sigue siendo el espejo de nuestros temores más profundos. Por eso aún nos atrapa, sin importar cuántos años pasen.

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