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"Una batalla tras otra" (2025): pliegues y fisuras de un país

En su décima entrega, Paul Thomas Anderson se afirma como autor total, plenamente sintonizado con su tiempo, y ofrece su obra más ambiciosa y humana desde Magnolia de 1999.


Por Felipe Flores    CRÍTICA / CARTELERA COMERCIAL

"Una batalla tras otra" (2025). Fuente: Slant Magazine
"Una batalla tras otra" (2025). Fuente: Slant Magazine

Hay una alegría rara y a la vez reparatoria en ver a Paul Thomas Anderson por fin filmar con verdadera carta blanca, sin compromisos y sin negociar su mirada con las inercias de una industria guiada cada vez más por algoritmos que por el amor al arte. Una batalla tras otra (One Battle After Another. 2025) nace de esa libertad y la hace sentir en cada decisión, pero no se confunde nunca con una monumentalidad hueca. Desde su primera respiración, el film se anuncia con una certeza incómoda; no pretende diagnosticar el presente, sino que vibra como un síntoma que delata el estado de desgaste y guerra interna en el que se agitan Estados Unidos y el mundo. Aquí, PTA observa las fisuras sin convertirlas en consigna, deja que el conflicto social atraviese los cuerpos y, desde ahí, arma el pulso de una obra que, paradójicamente, es a la vez su gesto más ambicioso y el más intensamente humano desde Magnolia (1999).


Esta tensión inicial ordena toda la experiencia. Anderson no filma un país para registrarlo como estenógrafo sino para medirlo con el cuerpo del espectador, y por eso lo íntimo y lo histórico se rozan sin anularse. El relato no busca una salida tranquilizadora ni un remate triunfalista; prefiere el temblor, los pliegues, la sospecha de que el presente es un campo minado donde cada avance deja residuos que la épica no sabe metabolizar. Lo que podría haber sido un manifiesto se vuelve un drama de rostros y respiraciones, y lo que podría haber sido simple persecución encuentra su nervio en la pregunta por el costo de vivir bajo una maquinaria que a cada paso convierte la vida en espectáculo.


"Una batalla tras otra" (2025). Fuente: IMDB
"Una batalla tras otra" (2025). Fuente: IMDB

El primer acto cae como una redada planificada al milímetro. La precisión quirúrgica con la que se coreografía el asalto, la limpieza con que se administra la tensión, la manera de cortar en el instante exacto para que el aire llegue apenas, revelan a un cineasta sazonado con un dominio claro de las sensibilidades del cine popular sin renunciar a la complejidad del lenguaje visual que lo caracteriza. El ascenso y caída de la French 75, el grupo revolucionario que encabezan los protagonistas, condensa una economía narrativa ejemplar y asegura un arranque ceñido, afinado y sin una sola nota falsa. Desde el comienzo, la historia se cementa en la actuación de Teyana Taylor, que incluso fuera de cuadro sigue marcando el pulso como el corazón de la película; su presencia deja una vibración que organiza el sentido de lo que sigue, como si el film respirara a través de ella y su ausencia fuera una forma de presencia diferida.


Luego llega el salto temporal y sorprende su suavidad. La transición se siente absolutamente natural y, una vez que el conflicto principal se despliega, la marcha no vuelve a detenerse. No hay relleno, no hay escenas de trámite, no hay pasos en falso. Es raro ver un film de esta escala que no confunda ritmo con atropello, y aquí la acción se sostiene porque la visión es clara. Anderson conoce el vértigo, pero también la pausa justa: la elipsis que abre, el silencio que pesa, el rostro que aguanta el plano sin reclamar música o explosiones.


En ese terreno aparece Chase Infiniti como revelación y brújula. Desde su primera imagen concentra la mirada, hereda el peso dramático de su madre y convierte la memoria política en energía presente. Su personaje no es un símbolo hueco ni una función de guion, es un cuerpo que aprende a habitar un mundo hostil y, al hacerlo, amarra la película a una experiencia concreta. A través de ella, el relato entiende que la historia no se resuelve como una carrera de policías y ladrones, que lo decisivo ocurre cuando lo público se vuelve íntimo sin perder su filo.


"Una batalla tras otra" (2025). Fuente: IMDB
"Una batalla tras otra" (2025). Fuente: IMDB

Leonardo DiCaprio, por su parte, ofrece un trabajo que parece reconocible en superficie y pronto se abre a pliegues menos visibles. Lo que a primera vista parece una amalgama de su performance como Rick Dalton en Once Upon a Time in Hollywood (2019) y the Dude de The Big Lebowski (1998), pronto se evapora cuando el film lo obliga a sostener una ternura profundamente cansada, la de un padre para quien el amor es el último motor todavía en funcionamiento. La mirada hundida, el cuerpo que pesa distinto, el gesto que tiembla antes de decidir componen una figura con dignidad frágil, conmovedora sin subrayados. En sus mejores momentos el film le concede aire para que el sentimiento no tape la idea, y lo que queda es una humanidad que no busca absoluciones.


Sean Penn encarna el mal con una disciplina física que es sumamente inquietante. Su porte, su caminar rígido, la pureza de cada microgesto, revelan el desprecio de clase y el racismo ensamblados a un profundo fetiche de dominio. No es una caricatura confortable ni un monstruo operático, es la administración metódica de la violencia que un sistema necesita para mantenerse. Es, sin margen de duda, el punto más alto de su trayectoria y un antagonista de inquietante complejidad, a la altura de los más memorables del canon de PTA y del cine contemporáneo. Además, James Raterman, como su segundo al mando, afianza esa sensación de amenaza fría con una presencia francamente aterradora y un humor seco que deja sin aire a la sala.


"Una batalla tras otra" (2025). Fuente: IMDB
"Una batalla tras otra" (2025). Fuente: IMDB

Finalmente, Benicio del Toro y Regina Hall operan como la goma que cuaja el conjunto. Él aporta calidez y complicidad sin licuar el peligro, como un Sensei que habilita espacios de humanidad donde parecía no quedar ninguno y cuyo tiempo cómico entra y sale con elegancia. Ella carga el precio de las malas decisiones y de las necesarias; su mirada preocupada es una herida abierta que la película se niega a coser en falso. La escena que comparte con Chase Infiniti en un baño es una lección de tensión sostenida en la escucha, prueba de que Anderson sabe frenar el vértigo cuando necesita mirar de frente.


En lo sensorial, Jonny Greenwood, colaborador habitual de Anderson, pone a la imagen en estado de alarma con una partitura de jazz desacomodado y disonante, respiraciones eléctricas y motivos que no ilustran la acción sino que la interrogan. Su música recuerda que el virtuosismo no es una coartada y que una imagen hermosa no equivale a una idea. Por otro lado, la fotografía de Michael Bauman, que en Licorice Pizza (2021) compartió crédito con Anderson y aquí asume con autoridad plena, conserva las composiciones y la textura inconfundible del director mientras eleva la escala hasta lo monumental en salas IMAX, donde cada plano se vuelve territorio y el paisaje respira con un peso físico que se siente en el pecho. Las escenas de acción sostenida están filmadas con un dominio impecable, claras sin ser planas, vertiginosas sin sacrificar legibilidad, y todo encuentra su cumbre en el clímax sobre las carreteras vacías del desierto de California, una verdadera montaña rusa concebida y rodada de un modo que se siente totalmente nuevo, llamada a quedar grabada en la memoria colectiva de la película.


"Una batalla tras otra" (2025). Fuente: IMDB
"Una batalla tras otra" (2025). Fuente: IMDB

La cinta, sin embargo, no cae en la tentación de convertir la política en una cadena de choques equivalentes. Ese riesgo existe, y en cierto momento su lógica de “batallas” sucesivas amenaza con neutralizar la lectura al poner en espejo a la maquinaria represiva y a la militancia que se le opone. Anderson bordea ese abismo y encuentra respiración cada vez que deja entrar el silencio de un gesto, la fatiga de un rostro, la vacilación de un vínculo. Ahí el film vuelve a ser proceso y no solo carrera. La violencia económica, la desigualdad como ruido de fondo, el trabajo condenado a la invisibilidad, se hacen visibles no por explicación sino por fricción.


Por eso llamar “necesaria” a One Battle After Another, ya la décima entrega de Paul Thomas Anderson, se queda corto. En un tiempo de aceleración de las contradicciones raciales y de clase, su aparición tiene algo de inevitable, como si el propio presente la hubiera forzado a existir. Lo que hace no es consolarnos ni confirmar lo que ya pensábamos, sino golpear fuerte como un ariete y, fiel a su título, insistir una y otra vez hasta que lo único sensato es recibir cada ola, dejar que atraviese y sostenerla dentro el tiempo suficiente para pensar qué nos ha hecho. Anderson filma con plena lucidez y dominio, afilado y sintonizado con su época, y se afirma con autoridad como uno de los cineastas más audaces e integrales de su tiempo.



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