"Una batalla tras otra" (2025): una sátira americana
- Alberto Ríos

- 17 oct
- 4 Min. de lectura
Paul Thomas Anderson regresa con una cinta que habla de los problemas socio-políticos de la Norteamérica actual.
Por Alberto Ríos CRÍTICA / CARTELERA COMERCIAL

La obra de Paul Thomas Anderson siempre ha oscilado entre el desborde y la contención. Una batalla tras otra (2025, situada en un Estados Unidos sumergido en un conflicto social, sigue a un grupo de revolucionarios que lucha contra un régimen autoritario marcado por el racismo y la xenofobia. A diferencia de sus filmes anteriores, aquí Anderson se acerca más al terreno de la alegoría política que al drama íntimo de El hilo fantasma (2017) o la fábula de ascenso y caída de Petróleo Sangriento (2007), aunque lo hace sin renunciar a su habitual precisión formal.
Un grupo revolucionario, integrado por inmigrantes y activistas, intenta enfrentar a un gobierno racista y xenófobo. El personaje de Bob Ferguson, interpretado por Leonardo Di Caprio, es un guerrillero envejecido que encarna el fracaso inicial de la revolución. Su contraparte, un coronel interpretado por Sean Penn, representa la hipocresía del poder: un racista enamorado de una mujer afroamericana. Entre ambos se tejen dos polos opuestos de esta visión de la sociedad norteamericana.

El film transcurre entre dos tiempos. La elipsis central, de más de una década, actúa como un espacio vacío. Anderson no explica qué ocurrió en esos años; deja que el desgaste se instale en los cuerpos. DiCaprio reaparece envejecido, impotente, convertido en un despojo de lo que era. Su hija Willa (interpretada por la debutante Chase Infinity) deberá buscar la manera de salir adelante. El propio Bob Ferguson se convierte en una figura casi cómica, un hombre que dice resistir, pero que ya no recuerda los protocolos de acción ni las claves secretas usadas por la “causa”, aunque la vida de su hija esté en peligro.
La película no se detiene a explicar ni a justificar sus temas; los pone como una fábula febril que oscila entre la acción política y la comedia familiar. Bob, mira La batalla de Argel (1966) en televisión mientras se consume entre drogas y apatía, hasta que el secuestro de su hija lo obliga a retomar una causa que ya no comprende. Lo absurdo, como un coronel racista lidera una milicia sin insignias que persigue migrantes, termina siendo lo más realista. Anderson filma este delirio con el ritmo de una sátira que se permite mezclar la comedia negra, el thriller político y el cartoon, haciendo que lo grotesco y lo trágico coexistan en el mismo plano. En esa mezcla, el director revela su diagnóstico más incisivo: el poder estadounidense se sostiene sobre la hipocresía, y su violencia, por más irracional que parezca, es hoy parte del orden natural de las cosas.

Benicio del Toro, encarna al militante silencioso, aquel que no proclama nada pero sigue actuando mientras intenta dar refugio a los inmigrantes latinos que viven en Estados Unidos. Este contraste se evidencia en una escena. Bob intenta comunicarse por teléfono con el grupo rebelde French 75 para pedir ayuda, pero es incapaz de recordar la contraseña. Mientras balbucea códigos y dudas, Sergio St. Carlos (Benicio del Toro) actúa sin decir nada: organiza la evacuación de un grupo de inmigrantes por un túnel subterráneo y los guía hacia la salida. La escena, filmada con una cámara que sigue los cuerpos más que los gestos heroicos, contrapone el discurso estancado del revolucionario que se repite a sí mismo que es un héroe con la acción de quien realmente controla la situación.
Willa no ocupa el lugar habitual de la hija vulnerable o la damisela que debe ser rescatada. Es, en cambio, el eje que invierte la lógica del relato revolucionario que hereda de su padre. Mientras él permanece atrapado en sus correrías, ella encarna una forma más lúcida y concreta de resistencia. Su mirada introduce una dimensión generacional en la película: la que se aleja de los discursos para hacer que las cosas sucedan.

Visualmente, la cinta retoma la escala analógica y el grano de The Master o El hilo fantasma, pero aquí el color es más árido, cálido. El 70 mm de VistaVision se usa para capturar el desgaste de rostros secos y paisajes descoloridos, que muestran la influencia del wéstern en la cinta de Paul Thomas Anderson. El cineasta filma con largos planos sostenidos que niegan el montaje acelerado del cine político clásico. Hay una escena de persecución rodada desde el parachoques de dos autos, en un movimiento continuo, que transforma el movimiento en vértigo puro. Cada encuadre parece al borde del colapso de la tensión narrativa.
En el fondo, Una batalla tras otra funciona como una sátira del poder y de la fragilidad de las ideologías. Anderson no busca la verosimilitud histórica, sino un reflejo deformado del presente estadounidense, donde la paranoia política y el nacionalismo se mezclan con la nostalgia de un país que nunca existió. El discurso del coronel interpretado por Sean Penn, con su cruzada moral por “purificar” la nación, expone la violencia latente detrás de los proyectos de pureza y orden. En su retrato de un sistema que expulsa a los inmigrantes mientras depende de su trabajo, la película encuentra su punto más ácido: el del país que predica libertad mientras sostiene su economía sobre la exclusión. Anderson filma esta contradicción sin solemnidad, revelando que la farsa y el poder son, al final, parte del mismo espectáculo.

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